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Columna
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¿Valor para el accionista?

Manuel Pimentel analiza las bases de la nueva economía y el desastre que ha supuesto para el bolsillo del accionista. El autor advierte sobre la generalización de la sospecha y destaca la existencia de millonarios pese a su conducta

Todos recordamos el discurso que hizo fortuna entre los ejecutivos y altos responsables de las grandes empresas norteamericanas y europeas hasta hace muy poco tiempo. Se hablaba del paradigma de la nueva economía, que parecía haber fulminado los clásicos principios de la economía tradicional. La nueva economía, cabalgando a lomos de las vertiginosas tecnologías de Internet y las telecomunicaciones, parecía levitar aparentemente ajena a las pesadas leyes gravitatorias que siempre lastraron a la lenta economía industrial. Se hablaba del crecimiento continuo y se llegaba a afirmar que los ciclos económicos habían sido superados para siempre. El permanente incremento de la productividad, ocasionado por las nuevas tecnologías, garantizaba ese crecimiento sin fin. Hoy esa nueva economía parece haberse disuelto como un azucarillo, no sin antes provocar cuantiosísimas pérdidas a los inversores y accionistas.

Pero la prioridad conocida como valor para el accionista fue aún más perniciosa que los tópicos extendidos sobre la nueva economía. Según esa teoría, la principal meta para un gestor debía ser el incremento del valor de las acciones de la compañía. Los mercados premiaban a aquellos gestores que se orientaban hacia el incremento del valor para el accionista. El que lo hacía obtenía fuertes capitalizaciones bursátiles y el aplauso de la comunidad financiera y de los accionistas. Aquellos gestores que seguían preocupándose por su cuenta de resultados y su balance aparecían como un ejecutivo arcaico, primitivo y elemental. Los mercados no premiaban las acciones de esas compañías y los accionistas le presionaban para que siguiera la carrera de su competencia aportando valor para el accionista. Nadie quería quedarse atrás en esa orgía bursátil de la década de los noventa. Lo importante no eran los beneficios de la compañía, sino las expectativas de revalorización bursátil de los analistas.

Hoy, con la cartera y la confianza aligeradas, miramos con sorna hacia atrás y recordamos a los profetas del valor para el accionista

De la noche a la mañana nacían multimillonarios por el simple hecho de haber sacado a la cotización una pequeña punto.com. Importantes banqueros se quitaban la corbata en el momento de presentar su última adquisición de una prometedora empresa de Internet. Las acciones de todo lo que sonara a nuevas tecnologías subían como la espuma, aunque en sus previsiones de cuentas de resultados no se previeran beneficios. Era la nueva economía y los tradicionales métodos de valoración por actualización de beneficios ya no servían. Lo importante era la velocidad de captación de nuevos usuarios y la dimensión de la compañía. Todo subía, y los gestores más sagaces supieron sacarle el jugo a un mercado que se entregó a financiar proyectos que después resultaron ser castillos en el aire.

Nadie quería quedarse atrás. Se fusionaron o adquirieron nuevas empresas, para así conseguir una rápida dimensión. El mercado premiaba el tamaño, por encima de las consideraciones de eficiencia y rentabilidad. Pero la contabilidad es tozuda y, pasados algunos años, las cuentas comenzaron a no cuadrar, y las perspectivas de beneficios a ser menores de las que se habían prometido a los analistas financieros. Algunos gestores ya no supieron bajarse del potro desbocado. Para cuadrar las cuentas utilizaron los mil y un trucos que permitía la contabilidad creativa y la ingeniería financiera. Engañando a los auditores, o con su anuencia, activaron gastos para ocultar pérdidas o simularon ventas. Esperaban que la situación mejorara y poder solucionar esos agujeros en el balance. Pero el tiempo pasaba y la situación económica empeoraba. Los gestores, magos de la nueva economía y gurús del valor para el accionista, mantuvieron o se incrementaron sus astronómicos sueldos, mientras asistían impotentes a la debacle de sus compañías. Algunos llegaron a vender sus acciones antes de que el mercado descubriese y castigase sus amaños y falsedades. Hoy todo está bajo sospecha y cada día descubrimos una nueva empresa que cometió fraude. Sospechamos que serán legión, toda vez que la dinámica de aquellos años empujó a casi todos los gestores. El que no corría lo suficiente se quedaba atrás. Hoy, algunos se sientan en el banquillo, mientras que los analistas vuelven a criterios económicos mucho más ortodoxos y tradicionales. El único valor estable de una compañía es su capacidad de generar beneficios.

La llamaron la gestión del valor para el accionista. Muchos pequeños ahorradores entraron en la Bolsa atraídos por la perspectiva de dinero fácil. El globo no tardó en desinflarse. Sólo unos pocos lograron salvar sus ahorros. El resto perdió un porcentaje muy elevado de su inversión. Hoy, con la cartera y la confianza aligerada, miramos con sorna para atrás y recordamos a los profetas del valor para el accionista. Muchos siguen siendo millonarios, a pesar de haber arruinado a millones de accionistas. Cosas de la nueva economía.

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