La obsesión iraquí
George Bush no ha engañado a nadie. Desde el principio de su presidencia, incluso antes de los ataques del 11 de septiembre, el presidente estadounidense dejó clara su ambición de completar lo que su padre no consiguió: el derrocamiento del presidente iraquí, Sadam Husein. Ahora lo acaba de convertir en 'objetivo preferente de su mandato', en una conferencia de prensa curiosamente ofrecida poco después de anunciar en Wall Street sus medidas para combatir los escándalos financieros que amenazan con dañar gravemente a su Administración. A principios de año, Bush ordenó a la CIA la preparación de un plan para acabar con el régimen iraquí y al Pentágono, una estimación de la fuerza que se necesitaría para la derrota militar de Sadam. Los cálculos del Pentágono, filtrados a The New York Times el lunes, son contundentes. Además del empleo del poderío aéreo y tecnológico, la aventura militar precisaría de una fuerza terrestre de 250.000 efectivos.
Y ahí, precisamente, empiezan las dificultades. ¿Estaría Bush dispuesto a emprender una campaña terrestre contra un enemigo bien armado y entrenado como el Ejército iraquí, en teoría capaz de causar las bajas norteamericanas que los primitivos talibanes afganos no causaron? No hay nada que un presidente de EE UU tema más durante su mandato que la repatriación de cadáveres procedentes de una guerra en un país lejano. Aunque han pasado 30 años, el recuerdo de Vietnam sigue presente en la memoria del pueblo norteamericano. Nadie duda de que la presencia de Sadam Husein es una amenaza permanente para la paz en Oriente Próximo. Una guerra de cerca de 10 años contra Irán, con un saldo de cerca de un millón de muertos, en los ochenta y la invasión de Kuwait en 1990, primer paso hacia una eventual conquista de Arabia Saudí, junto con el desarrollo de armas de destrucción masiva así lo prueban. La desaparición de Sadam daría a la región una estabilidad necesaria. El problema es cómo se logra sin apoyo exterior, si se exceptúa el británico y el renuente de Turquía.
A pesar de su colosal poderío, EE UU no puede intentar la invasión de Irak sin un apoyo en el interior del país. Los únicos que podrían ofrecerlo, los kurdos del norte iraquí, verdaderas bestias negras del dictador, no parecen dispuestos a secundar una invasión estadounidense por temor a las represalias de Bagdad. Los kurdos, gracias a las zonas de exclusión aérea y de movimientos de tropas impuestos a Sadam tras la Guerra del Golfo, han construido una especie de miniestado democrático al que no están dispuestos a renunciar por muchas promesas que vengan de Washington. Sus líderes recuerdan la masacre que sufrieron a manos de las tropas iraquíes por haberse rebelado, a instancias de EE UU, contra Sadam sin recibir las ayudas prometidas. Lógicamente no quieren exponerse a nuevas represalias, si la eventual intervención militar estadounidense sale mal.
Bush encuentra, además, otro obstáculo. Aunque cuenta con todo el apoyo de los responsables políticos del Pentágono, los jefes militares no ven clara la operación. La exagerada cifra de un cuarto de millón de hombres prevista por los jefes de Estado mayor responde a esas dudas. Pero Sadam no debe equivocarse, ni fiarse demasiado de la teórica oposición europea, rusa o árabe a los planes norteamericanos. Bush va a por él y su negativa a admitir el regreso a Irak de los inspectores de armas de la ONU no favorece, precisamente, su causa.