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Columna
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Debates ineludibles

David Vegara analiza los efectos surgidos a raíz del descenso de las cotizaciones bursátiles y destaca los errores que han conducido a la actual situación. El autor plantea si los recursos de los reguladores son suficientes

El descenso de las cotizaciones bursátiles en los últimos dos años y medio ha dejado ya pequeño el crac de 1987 y lleva camino de erigirse con el dudoso privilegio de ser uno de los recortes más prolongados desde 1900. La razón fundamental que hay detrás de estas caídas es la brusca finalización de la llamada burbuja tecnológica; el descubrimiento, al fin y al cabo, de que aunque la nueva economía ha venido para quedarse, el proceso de cambio sería, como en otras ocasiones, algo más lento de lo anticipado y de que los beneficios esperados tardarían más tiempo en materializarse.

Aparte del importantísimo impacto que el descenso de las cotizaciones tiene sobre la riqueza de las familias, quizás lo peor de la situación actual es la percepción de que los países industrializados, y muy en particular EE UU, no eran inmunes a lo que se ha demostrado como un conjunto de comportamientos fraudulentos, conflictos de intereses, insuficiente supervisión y escaso seguimiento.

Y es que la lista de desaciertos o errores es más que notable. Aunque las generalizaciones son siempre injustas, la situación actual no podría haberse alcanzado si muchos inversores no hubieran aceptado esquemas de retribución para los gestores de las empresas que se han mostrado perversos, hubieran exigido mayor transparencia y claridad y hubieran analizado si las cotizaciones de los principales índices que reflejaban 40 veces los beneficios esperados para el año siguiente eran razonables cuando los tipos de interés a largo plazo cotizaban alrededor del 5%. La permanente subida de las cotizaciones hizo bajar la guardia.

Lal situación podría haberse evitado si muchos inversores no hubieran aceptado planes de retribución para los gestores que han resultado perversos

Por otro lado, auditores, gestores de empresas, intermediarios e incluso reguladores y supervisores no se han quedado rezagados. Los primeros, como parece haberse demostrado ya en el caso de una de las principales empresas mundiales del sector, confundieron en algunos casos su labor de vigilancia y certificación con el negocio de la consultoría, poniendo de manifiesto los riesgos del llamado conflicto de intereses.

Algo parecido ha ocurrido con los intermediarios, que tenían tanto a los inversores como a las empresas destinatarias de la financiación como clientes. Los gestores han utilizado los esquemas de remuneración diseñados para sacar el máximo provecho personal para lo que, en algunos casos, incluso se han falseado las cuentas de las empresas. Y, finalmente, cabe reflexionar sobre si, habiendo llegado la situación a este punto, los recursos de los reguladores y supervisores son suficientes y si han realizado adecuadamente su función.

Ciertamente, como ya he comentado, las generalizaciones pueden ser injustas y la situación en Europa dista mucho de alcanzar los grados de sofisticación que se han observado en los mercados estadounidenses. Pero bien sea para evitar en el futuro los errores ajenos o para solucionar los detectados, parece lógico anticipar que en los próximos años los mercados financieros van a sufrir cambios muy profundos.

Sin ánimo de realizar una lista exhaustiva, puede anticiparse que los esquemas de remuneración de los gestores de las empresas van a desligarse progresivamente de la cotización de la acción en el mercado, que las empresas de auditoría deberán afrontar su negocio con una perspectiva de largo plazo donde la reputación de sus dictámenes será lo fundamental (con el consiguiente aumento de costes que ello conllevará), que los inversores penalizarán aquellos intermediarios en los que puedan detectar conflictos de interés potenciales (con el consiguiente aumento de la relevancia de las labores de asesoría pura) y que serán más selectivos en el futuro. Finalmente, posiblemente deberán aumentar los recursos disponibles para los supervisores para la adecuada realización de sus funciones.

Pero la situación en la que nos encontramos traerá (o debería traer) otros debates que trascienden a los anteriores. Apuntemos dos posibles: el primero se refiere a los fondos de pensiones privados y el segundo a la política monetaria.

Tanto la renta variable como la renta fija privada (bonos emitidos por empresas) han tenido una importancia creciente en la composición de las carteras de los fondos de pensiones privados y sus descensos recortan, al fin y al cabo, las prestaciones futuras que podrán recibir los pensionistas. Recuérdese, sin ánimo de hacer paralelismos pero sí de identificar riesgos potenciales, que el índice Nikkei de la Bolsa japonesa se encuentra aún hoy un 20% por debajo del año 1985 y un 70% por debajo de los máximos de principios de los años noventa.

El debate sobre si la política monetaria debe o no considerar el precio de los activos financieros en su actuación será otra discusión que no debería evitarse. ¿Debería la Fed haber subido los tipos de interés antes para evitar el ascenso de los precios?, ¿tienen las autoridades monetarias información suficiente para detectar cuándo el mercado se encuentra inmerso en una burbuja?

Son preguntas que deberían plantearse sin dilación en el debate académico y profesional. Todos los debates a los que he aludido en los párrafos anteriores no son nuevos, pero los acontecimientos recientes deberían ponerlos encima de la mesa cuanto antes mejor.

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