Aznar, frente a la inmigración
El presidente José María Aznar, que empezó la presidencia semestral de la UE presentándose como el gran liberalizador del mercado europeo, ambiciona ahora concluirla bajo la bandera de la lucha contra el terrorismo y el freno a la inmigración ilegal. Son dos desafíos políticos que ganaron peso con sendos cataclismos ocurridos fuera de nuestras fronteras: el primero, con los atentados terroristas contra EE UU el pasado 11 de septiembre; el segundo, con el inesperado avance electoral del ultraderechista Jean-Marie Le Pen en Francia.
Para promover su agenda anti-inmigración, el Gobierno no ha dudado en derivar el aumento de la inseguridad ciudadana del crecimiento del número de inmigrados. En un país de hijos de emigrantes se está potenciando el cultivo de la xenofobia. Pero un somero repaso a las estadísticas evidencia que el porcentaje de población inmigrante que reside en España es muy inferior al de otros socios europeos (2,5% de la población total, frente al 8% de Francia, el 9% de Alemania o el 37% de Luxemburgo) y que los extranjeros no suponen ninguna amenaza (al menos, por ahora) en materia de puestos de trabajo. La población extranjera absorbe sólo un 3% de los empleos disponibles en España. Y un 64% de los puestos que ocupan se circunscriben a cinco sectores con alta precariedad laboral (agricultura, trabajo doméstico, hostelería, construcción y comercio). Con una población cada vez más formada, empiezan a quedar huecos en el mercado laboral difíciles de cubrir con trabajadores nacionales. Es el mismo proceso que ya vivieron países como Alemania o Francia.
Con una estructura demográfica que envejece de forma acelerada, los inmigrantes están aportando savia nueva al sistema de protección social justo cuando más lo necesita. Según los últimos datos, uno de cada tres nuevos afiliados a la Seguridad Social es extranjero. El número de trabajadores extranjeros afiliados alcanzó los 761.473 en mayo (de ellos, 581.594 proceden de países de fuera de la UE). El gran reto no parece, pues, frenar el flujo de inmigrantes hacia nuestro país, sino poner coto a la llegada masiva de extranjeros sin papeles que, por su propia condición de indocumentados, están abocados a la marginación. Para ello no sólo es preciso un mayor esfuerzo de control fronterizo, sino también elevar las penas a quienes trafican y explotan a quienes llegan a nuestro país en busca de una vida mejor. Las políticas activas para promover el desarrollo económico y democrático de los principales exportadores de ciudadanos (Marruecos, en el caso español) también parecen altamente recomendables.
Sería un error mayúsculo del Gobierno intentar sacar adelante la tercera reforma de la legislación de extranjería en dos años sin el concurso del principal partido de la oposición. Pero el mayor paso atrás puede serlo considerar que la inmigración es sólo un problema o una mercancía, cuando de esta mano de obra barata y a menudo explotada depende una buena parte de las posibilidades de desarrollo de nuestra economía.