En defensa de la imagen
Antonio Cancelo explica el 'efecto arrastre' que se produce cuando un acontecimiento o noticia en el que se ve implicado un miembro de la empresa acaba afectando al prestigio de la compañía
De vez en cuando las empresas se enfrentan a fenómenos que no tienen que ver con su actividad específicamente empresarial, aunque ciertamente les afecta en tanto que constituyen parte de una sociedad a cuyo bienestar intentan contribuir. Son acontecimientos que, por ejemplo, afectan a algún miembro de la empresa a título individual, pero que al trascender a la opinión pública adquieren mayor relieve y, sometidos al debate generalizado, acaban desbordando su propio contenido para involucrar al conjunto de la empresa.
Este tipo de hechos indeseados afectan generalmente a la imagen de la empresa, añadiéndole unos atributos siempre de carácter negativo que debilitan, ennegrecen, hacen sospechosa esa imagen ganada con grandes esfuerzos y que es el fruto no de campañas de comunicación o de marketing como generalmente se cree, sino de la existencia de unos valores, de unas creencias fuertemente arraigadas, que finalmente dan lugar a un modo de ser y de actuar.
Por eso, el daño que se ocasiona tiene fundamentalmente una vertiente exterior, pues resulta evidente que una campaña de descrédito, por fuerte que sea, no va a trastocar los cimientos de un edificio sólidamente construido, lo que no impide que cree desasosiego interno y sospechas en los más alejados. Aunque resulta fácilmente separable lo individual de lo colectivo, parece existir un interés manifiesto en implicar al conjunto, como si de pronto aquello que generaba simpatía perdiera su naturaleza, dando pie a una serie de juicios que se superan los unos a los otros en un intento de desacreditar lo que no es desacreditable, ya que al final los hechos se imponen a las opiniones.
La gestión directiva en estas circunstancias es de una gran complejidad, ya que de un lado la agresión que se percibe desde el interior genera una voz coincidente en la exigencia de una respuesta enérgica e inmediata, acorde con el tono de los argumentos escuchados. De otro lado, la injusticia que supone la falsedad, el dolor personal que provoca, la ausencia de objetividad que uno percibe en los comentarios, incluso de personas que se dicen ser amigos, anima a una respuesta más bien vigorosa, rotunda, que muestre con claridad la equivocación o la maledicencia.
Resulta difícil mantener la serenidad, conservar la calma, ante tales acontecimientos y, sin embargo, nunca resulta tan necesario. La mesura, la moderación, el comedimiento, la calma, deben prevalecer en la configuración del ánimo necesario para gestionar adecuadamente en circunstancias adversas.
Siempre que he vivido situaciones como la descrita he tenido claro que una respuesta directa en el momento álgido de la noticia, por razonada que sea, no hará más que incrementar el espacio dedicado al caso. Desde dentro y desde fuera se recordará el dicho de que el que calla otorga, pero a mí me parece que el que calla simplemente permanece en silencio.
La respuesta provocará inevitablemente interpretaciones que desvirtuarán su contenido, se dirá que quedan cosas por explicar, que tal o cual párrafo tiene doble sentido, o que es interpretable, que se oculta información, etc., y, lo que es peor, el tiempo o el espacio para la argumentación contraria multiplicará por 10 o por 20 el utilizado para la aclaración.
El directivo tiene que tener la capacidad necesaria para valorar las fuerzas existentes, sabiendo que en situaciones de inferioridad hay que renunciar a emprender cualquier batalla, por grande que sea la ignominia sufrida.
Reaccionar de otro modo supone priorizar el desahogo personal sobre los intereses empresariales y aunque uno se quede a gusto, si sufre la empresa la actuación directiva deberá catalogarse como desafortunada. Perder el sosiego, enfadarse, cabrearse son características del comportamiento humano, pero en ellas impera lo visceral sobre lo racional y dejarse guiar por el sentimiento en situaciones de tensión es renunciar al menos a una parte de la clarividencia necesaria para afrontar el problema en las mejores condiciones.
Descargar la indignación para liberar la mente cuando sea necesario puede realizarse sin espectadores, en un acto solitario en el que además de desahogarse se haga un esfuerzo de desdramatización de la situación que se vive, a lo que suele ayudar el hacer un recorrido por las grandes tragedias que asolan al mundo y que, es así, constituyen auténticos dramas. Ante los demás, de dentro de fuera, no debe perderse la compostura sea cual fuere la actitud de los otros.
En los momentos de dificultad, cuando se concentra una avalancha de argumentos acusadores, por injustos que sean, por daño que ocasionen, es necesario mantener la mesura, conscientes de que una de las pocas cosas sobre las que podemos decidir es la elección del tiempo de respuesta.
Utilicemos la inteligentemente, sin caer en el error de que sean los demás los que decidan también el momento de la batalla. Mucho menos cuando el objetivo a conseguir a la postre no consiste en vencer a nuestros enemigos coyunturales, sino convertirlos en aliados de futuro.