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Tribuna
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La imagen de la marca España

La lucha enconada que la empresa privada desarrolla con el único objetivo de posicionar sus marcas en el mercado pasa por asociar a las mismas valores que las hagan más apetecibles a los consumidores. Esta diferenciación, construida a golpe de percepciones asociadas y activos inmateriales, contribuye a fidelizar a los clientes e incrementar el prestigio y el valor de la marca, que incluso formará parte de los activos contables.

Si aplicamos esta teoría a la imagen de los propios Estados, concluiremos que la imagen internacional de un país es un activo exportable y valioso, del cual podemos obtener notable rendimiento. La nueva marca España, esculpida con el cincel de la modernidad y despojada del barniz tosco con que fue cubierta por una larga dictadura, empieza a despertar las simpatías de un mundo que cada vez nos visita más (España es el segundo destino turístico mundial). Sin embargo, aún nos queda mucho para lograr el posicionamiento deseado.

La promoción, la publicidad y el patrocinio son las herramientas básicas que la empresa privada utiliza para vender mejor, alcanzar notoriedad y prestigiar las marcas. Estas estrategias de comunicación deben ser también aplicadas por los Estados como vehículos rentables para la promoción internacional. Pero esta labor no se improvisa, sino que debe ser entendida como una oportunidad estratégica para asociar a nuestra marca connotaciones positivas. Una mala elección o un incorrecto análisis de mercado puede condenar la marca al fracaso.

El actual momento de saturación publicitaria ha obligado a los anunciantes a inclinar sus esfuerzos hacia el patrocinio. En el caso de la marca España, son las selecciones nacionales deportivas y los equipos olímpicos los principales abanderados de ese valor intangible en el que cabe el potencial cultural, político, social y económico del país, en definitiva, nuestra entidad.

El escrupuloso cuidado de ese activo nos obliga a vigilar y controlar con extremo rigor los dorsales y los antebrazos en los que ubicamos nuestra marca, independientemente de si sus portadores son españoles de origen o han optado por la nacionalidad española. Por eso sorprende que nuestra Administración haya corrido el riesgo del desprestigio otorgando su confianza e invirtiendo su dinero en un deportista, Johann Mühlegg, que, al margen de su origen geográfico, ha conseguido manchar la imagen y la ética de nuestro equipo olímpico. El problema podría haberse evitado si los responsables hubiesen activado los controles que garantizasen el correcto uso de la marca España.

El deporte de élite reúne todos los requisitos indispensables para la promoción de la marca España: provoca la repercusión internacional, favorece la identificación con los valores de la marca y es un gran vehículo publicitario.

Pero nuestra marca debe ser un valor duradero. Por este motivo conviene definir objetivos a largo plazo y no dejarse cegar por los brillos de las medallas. Nuestro principal abanderado en el mundo del esquí, Paco Fernández Ochoa, apostaba con sus declaraciones por activar el trabajo continuado en el seno de la federación.

Es cierto que de nada sirve invertir ingentes cantidades en un patrocinio perecedero y condenado al más estrepitosos de los fracasos. Si nos encontráramos ante la gestión de una empresa privada se tomarían en estos casos dos medidas inmediatas: la retirada del uso de la marca al patrocinado y la exigencia de responsabilidades a los ejecutivos que arriesgaron el uso de la firma sin las suficientes garantías. La imagen de nuestra marca está en juego.

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