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Tribuna
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Europa y sus demonios

Las elecciones presidenciales en Francia están haciendo correr ríos de tinta, análisis y teorías de las más diversas para intentar explicar lo sucedido y cuáles pueden ser sus consecuencias, no sólo en la política francesa sino, por extensión, en el ámbito europeo. El asesinato de Pim Fortuyn, el líder emergente de un partido xenófobo en la pacífica y ejemplar Holanda, ha dramatizado aún más el momento político en que estamos viviendo.

Parece una paradoja de la historia, pero los viejos demonios de Europa, que combinados unos con otros destruyeron el Viejo Continente, están apareciendo de nuevo y, lo que es más alarmante, obteniendo el reconocimiento y la aprobación de algunos millones de ciudadanos.

No es por supuesto el escenario internacional de las entreguerras ni hay un riesgo inminente de ningún conflicto en la arena europea, eso está claro; pero hemos entrado en una situación política en la que el racismo, la xenofobia y un perfume fascistoide vuelven a ser referencias concretas de programas políticos que se vuelven a presentar como las soluciones ideales para resolver lo que parece ser la principal inquietud del ciudadano europeo: la inseguridad individual y colectiva.

Al intentar responder a la pregunta por las causas de este fenómeno existe una relativa unanimidad entre quienes han escrito y opinado sobre el tema para referirse a los problemas de convivencia que plantea la emigración, la pérdida de confianza en el llamado Estado de bienestar y a la inseguridad general que plantea el fenómeno de la globalización, que hace sentirse al ciudadano huérfano de la protección que antaño le ofrecía su propio país.

La respuesta a estos miedos ciudadanos consistiría, para estas formaciones políticas fascistoides, en reducir o rechazar la emigración, culpabilizarla como fuente general del delito, imponer la preferencia nacional sobre el extranjero, hacer del proceso de integración europeo la causa de la pérdida de la identidad nacional, rechazar el euro y volver al Estado fuerte y de orden en términos económicos y de sociedad. Así, dicen ellos, recuperaremos la salud nacional y nuestra identidad como pueblo.

Puede parecer grotesco este planteamiento, pero está funcionando en ciertos sectores de la sociedad europea y es capaz de producir el cataclismo electoral que se ha dado recientemente en Francia. No conviene olvidar que este planteamiento xenófobo y fascistoide está participando en los Gobiernos de Austria, de Italia y de Dinamarca. Esperemos que el próximo miércoles no se reproduzca el caso en Holanda.

Es decir, no estamos ante la expresión extremista e intolerante de una minoría social, estamos ante un fenómeno de Gobierno por el que, al menos ya en tres países de la Unión Europea, se sientan cada semana en el Consejo de Ministros políticos que piensan y actúan según el planteamiento descrito.

Sin embargo, la Unión Europea pasa por ser el modelo de integración que ha sabido mantener la paz, la estabilidad política y el progreso económico en los últimos 50 años. En cierta manera se hizo y se construyó para evitar que los demonios que la habían destruido no volvieran nunca más. Es más, pensábamos todos que, fuera de alguna manifestación extremista sin apenas traslación social, los demonios del fascismo, del racismo y de la xenofobia estaban definitivamente enterrados por un modelo europeo multicultural, multicolor, abierto e integrador de otras costumbres e identidades. Los europeístas estábamos orgullosos de nuestro éxito histórico.

Pero los demócratas en la Unión Europea no deberíamos olvidar nunca la parte de nuestra historia que no nos gusta pero existió. Los europeos hemos hecho cosas muy positivas y aportado grandes logros en la historia de la humanidad. Inventamos la democracia en Grecia; Roma nos trajo el derecho y la norma jurídica; exportamos la Revolución Francesa y sus valores; creamos el concepto de Estado y definimos lo que era una nación; hicimos la revolución liberal y aparecieron los derechos humanos; las bases teóricas del capitalismo y del marxismo nacieron y se incubaron en el Viejo Continente; inventamos la imprenta, el libro, y construimos magníficas catedrales... Todo esto es verdad.

Pero también inventamos las bases teológicas de la colonización y la esclavitud. Hicimos de la intolerancia religiosa una constante en nuestra historia; la Inquisición es cosa de europeos; también el totalitarismo se incubó entre nosotros; el fascismo y el nazismo nos llevaron a una de las guerras más atroces y destructoras para la humanidad; el drama terrible del holocausto de aquellos que sólo tenían otra religión diferente... Estas cosas también son verdad. Las hicieron nuestros demonios. Conviene que no lo olvidemos nunca.

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