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Tribuna
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La vuelta al interés nacional

Durante los años recientes, y en diferentes ocasiones, se va poniendo de manifiesto en las sociedades europeas desarrolladas un descontento creciente con quienes integran la clase política establecida y todo aquello que la acompaña en el desempeño de sus responsabilidades públicas: medios de comunicación, foros de opinión, grupos económicos, entramados burocráticos etc. Francia es el último ejemplo de ello y pudiera ocurrir que, dada su importancia y su influencia, se inicie una rectificación de comportamientos que resulta urgente y necesaria.

Los países que forman la Unión Europea representan en conjunto el núcleo más desarrollado de Europa y también el más socializado, si bien con diferencias notables entre ellos. Pues bien, con motivo de los objetivos de saneamiento de las cuentas públicas acometidos por los Gobiernos europeos para alumbrar la unión monetaria y con la excusa de la construcción europea, se ha pretendido hacer almoneda de valores como el equilibrio y el bienestar social, amén de la propia seguridad, devaluando y desprestigiando al Estado y lo público en general en contraposición con un individualismo que, en la práctica, se viene traduciendo en el desamparo de amplias capas de la sociedad.

Los ciudadanos de esos países que han crecido y se han educado en un mundo de valores que había recuperado para Europa los sentimientos de la seguridad y del equilibrio social, cuya pérdida anterior había causado graves estragos al continente, han pasado del desconcierto inicial a la protesta cuando no a la desafección al propio sistema político. Hasta el momento, las sucesivas llamadas de atención se vienen despachando con escasa autocrítica por parte de la estructura dirigente, cuyo inmovilismo doctrinal y de gestión resulta cada vez más chocante.

El Estado nacional, creación europea y motor de progreso para nuestras sociedades modernas, ha sido puesto en crisis en la UE de forma prematura, ya que las llamadas instituciones comunitarias carecen de vigor y de eficacia, por lo que a los ojos de la mayoría de los ciudadanos no pasan de ser una tecnoestructura lejana que vive en un Olimpo burocrático desde el que se lanzan reiterados mensajes que, en la mayoría de los casos, suelen ser sembradores de inquietud.

Pero lo grave no es que tales mensajes se lancen desde Bruselas o Luxemburgo, sino la aquiescencia generalizada de los Gobiernos nacionales sin distinción ideológica alguna. æpermil;se es, en mi opinión, el punto de partida de la protesta de los ciudadanos que observan a los gobernantes que ellos han elegido poco resueltos en la defensa del interés nacional.

Lógicamente, el nivel de esa protesta varía en función de la fortaleza del propio Estado. No es lo mismo Francia con un Estado fuerte impregnado de los valores republicanos que España con un Estado débil sin apenas proyecto nacional. No obstante las diferencias, el Estado sigue siendo punto de referencia y de exigencia para los electores porque no se ha conseguido fraguar una alternativa al mismo.

Los logros y avances obtenidos en la política comunitaria, sobre todo aquellos que han promovido el desarrollo de los países y regiones más deprimidos de la Unión, no justifican la abdicación apresurada de responsabilidades de los políticos nacionales, cuyo primer deber es atender las necesidades de sus ciudadanos y velar porque el Estado cumpla con los objetivos fundamentales que justifican su existencia: la libertad, la seguridad y la justicia.

Hemos vivido tiempos en que se han creado burbujas económicas y políticas que han despreciado tanto a la economía real como a la política cercana y tradicional. Ha sido un vendaval de tal intensidad que no ha distinguido el grano de la paja y, si nos descuidamos, puede hacer tabla rasa de los valores de seguridad e igualdad especialmente apreciados en la Europa de la posguerra y que están en el origen del bienestar actual.

Hay que esperar y desear una rectificación del rumbo y que los gobernantes recuperen el interés por los problemas de sus compatriotas, aunque a veces pueda parecer algo prosaico frente al oropel de la política internacional. De no ser así puede ocurrir que, tomando como símil unas lejanas palabras de D. Manuel Azaña, el arroyuelo murmurante de gentes descontentas se convierta en ancho río que, en este caso, no sería anuncio de libertad y justicia.

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