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Tribuna
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Dos Presupuestos para 2002

Terminada la tramitación de los Presupuestos con su publicación en el BOE, ha quedado evidente que, desde su presentación, se han conocido dos proyectos diferentes, uno remitido por el Gobierno al Congreso, al que sucedió otro distinto que llegó a esta Cámara, procedente del Senado.

El primero obedecía a la pretensión de dormir la discusión presupuestaria, era mero servidor de la estrategia de castrar cualquier debate sobre la orientación de la política económica que lleva a cabo el PP. Inicialmente pareció que la opacidad con la que había sido confeccionado lo impondría fácilmente, por lo que sería imposible realizar el mínimo debate acerca de su contenido. Las críticas que, apoyadas en un cuadro macroeconómico inverosímil y carente de credibilidad, a las que acompañó la denuncia de la degradación institucional a la que se sometía al Parlamento, encontraban serias dificultades para abrirse paso.

Mientras esto ocurría, el Gobierno parecía insensible a la marcha de los acontecimientos, sosteniendo sin recato que en España no era necesario adoptar decisiones de política económica destinadas a combatir la ralentización. La crisis que de puertas afuera se estaba produciendo sería transitoria y débil, por lo que carecía de sentido modificar la singladura propia para de esta forma hacer frente a la perturbación que globalmente estaba sucediendo.

Fueron los organismos económicos internacionales los que al romper tan plácida contemplación actuaron como aguafiestas. Su mensaje llegó por doquier, la salida de la crisis se iba a retrasar, la recuperación sería más modesta de lo previsto, lo que ocasionaría en naciones como España que 2002 se desenvolvieran bajo un perfil marcadamente desacelerador:

Ante un mensaje así el Gobierno respondió de forma doble y surrealista. De un lado, haciendo visible el viejo proverbio árabe de 'si has de predecir, predice muchas veces', procedió a corregir, en 2001, sus increíbles estimaciones para 2002. En principio, no fue mucho más lo que hizo, limitándose a adelantarse un semestre a lo que, varias veces, había hecho el año anterior. De otro lado, trató de que sobreviviera la imagen del Presupuesto cornijal que en los últimos días de septiembre de 2001 había lanzado no desde la línea de la banda, sino desde la esquina del terreno de juego parlamentario.

Ese Presupuesto era el que había soportado el debate en el Congreso, al que sometieron a estudio y consideración agentes sociales y analistas económicos. De él se dijo que continuaba la consolidación fiscal, que hablando en términos económicos y tributarios, era neutral, ya que pretendía influir poco en la marcha de la actividad, al dejar actuar a los estabilizadores, limitando para ello el ámbito discrecional de la política tributaria.

Por eso, cuando oficialmente se admitió que la desaceleración estaba entre nosotros, saltó a la opinión pública la discusión que antes sólo se había producido en el Parlamento. ¿Qué política económica debe aplicarse cuando la previsión de crecimiento del PIB cae fuertemente? ¿Cuál es el tono que debe tener la política fiscal en 2002? ¿Es posible alcanzar el volumen de ingresos públicos que el Gobierno ha venido diciendo que recaudaría? La respuesta a estas preguntas pasa por admitir que el declinar de la actividad económica se deja sentir en el volumen de los ingresos obtenidos, en el incremento de los gastos públicos que hay que realizar y, por tanto, en la cuantía del saldo presupuestario. El análisis de estos fenómenos sirvió para que quedara suficientemente acreditado en las naciones desarrolladas que la mejor manera de conseguir la estabilización macroeconómica, del corto plazo, es dejarla más en manos de la política monetaria que en las de la política fiscal. Es la actuación de los estabilizadores la que ocasiona el ajuste preciso, posibilitando un deslizamiento paulatino del déficit público. Frente a semejante flexibilidad, también se ha observado que, cuando actuando de otra forma se ha apostado por el activismo presupuestario, con más frecuencia que lo que se suele reconocer, lo que se han desarrollado han sido políticas pro cíclicas.

Desde este diseño se sostiene con consistencia que sólo en el caso de que la marcha de la economía evidencie una debilidad persistente es cuando se debe recurrir a la reducción de los impuestos. En esta circunstancia, la más correcta, potente y equilibrada política anticíclica pasa por reducir transitoriamente las cargas fiscales que inciden en las rentas bajas a fin de proporcionar a estos grupos de gran dimensión confianza en un momento de dificultad.

A la vez que esto se hace, debe resistirse la tentación conservadora de proceder a través de tratamientos preferenciales a conceder nuevos recortes fiscales a aquellos contribuyentes que disponen de más altas rentas.

Dando un paso más hacia la valoración de las opciones de política fiscal, resulta evidente que, cuando se ponen en duda las estimaciones del cuadro macroeconómico, habrán de jerarquizarse los objetivos. Los Gobiernos en esos casos se enfrentan a diversas posibilidades: recortar el gasto, aumentar los impuestos o permitir un déficit público moderado. La elección del camino a seguir es una clara decisión política. Quien sostenga que el más prioritario de sus objetivos es el de la consecución del déficit cero, a la vez que renuncia a modificar el gasto público, lo que manifiesta es que no le importa aumentar los impuestos. Pues bien, esto es lo que el Gobierno ha hecho en los Presupuestos para 2002.

Ahora bien, como el ejercicio del poder no cambia a las personas, simplemente las muestra, Aznar no procedió a explicitar directamente la mutación que estaba produciendo en el diseño de la política tributaria. Recurrió a un procedimiento mucho menos sincero al renunciar a la facultad de presentar proyectos de ley en las Cortes a través de los que se viera claramente que adoptaba medidas fiscales discrecionales que incrementaban la carga tributaria. Prefirió que en esta coyuntura adversa fuera el Grupo Popular en el Senado quien -actuando como buzón- asumiera la responsabilidad de hacer girar el primitivo proyecto de Presupuestos. Poco le importó que con ello desaparecieran los rasgos que trabajosamente habían tratado de que fueran enunciados en algunos núcleos de opinión. Sólo pretendió que, si ese giro había de ocurrir, lo fuera de la manera más discreta posible.

Una amplísima catarata de modificaciones normativas se introdujeron en las principales figuras tributarias del sistema impositivo, lo que supuso el abandono del tono neutral de la política fiscal. Hechos imponibles, procedimientos de determinación de las bases, criterios de sujeción, tipos, tarifas, escalas junto con beneficios fiscales se modificaron, tanto y de manera destacada, en impuestos y en tasas, que han afectado al montante que se va a recaudar. A todo ello hay que agregar que se procedió a la creación de nuevos elementos sobre los que incidirá el poder tributario del Estado.

Este cambio en el tono de la política fiscal, por el contrario, se acompaña de la reiteración de su carácter regresivo, puesto que el común de los ciudadanos soportarán elevaciones en los precios de los carburantes, de los transportes públicos y privados, del butano, de los módulos del IRPF y del IVA, a las que hay que añadir las que se produzcan en múltiples productos como consecuencia de los aumentos en los impuestos sobre los consumos o las que experimenten una amplia gama de servicios afectados por los incrementos en las tasas que los financian.

El impacto que ocasionen las actuaciones discrecionales, incorporadas en cualquier Presupuesto, sobre la demanda de bienes y servicios, siempre resulta de difícil determinación, porque se encuentra afectado por la naturaleza de esas decisiones. Ni todos los gastos tienen igual efecto expansivo, ni todos los ingresos igual efecto contractivo: la ponderación de unos y otros resulta inevitable, si bien son los cambios normativos incorporados los que mejor señalan la dirección que se pretende seguir. En este sentido, el mensaje motivado remitido por el Senado al Congreso respecto de la Ley de Presupuestos y de la llamada Ley de Acompañamiento relaciona un número elevadísimo de cambios en la legislación tributaria -cerca de 60-, lo que permite sostener que la política fiscal se ha modificado. Debido a ellos, las actuaciones pro cíclicas no sólo se están favoreciendo, sino que, a la vista de la entidad de las modificaciones, los efectos ocasionados pueden dar lugar a algo más intenso, que llegue incluso a cristalizar en una política fiscal restrictiva.

El impulso que así se le da a la orientación de la política fiscal hace aparecer un serio interrogante en la política económica española, en un momento en el que el consumo privado, habiendo estando empujado por el efecto euro, dejará de estarlo. Lo previsible es que las profusas subidas de impuestos que el paquete presupuestario ha establecido ocasionarán, a lo largo del presente ejercicio, su contracción, lo que incidirá negativamente en uno de los componentes más dinámicos de la demanda interna.

Siguiendo un procedimiento inadmisible en la más elemental comunidad de vecinos, el Gobierno ha cambiado, sin justificarlo adecuadamente, no sólo la orientación sino el contenido de la política fiscal, recurriendo a subidas de precios, tasas e impuestos sobre el consumo.

Con esta actitud, ha vuelto a poner de manifiesto su tendencia a adoptar decisiones de forma retorcida y poco respetuosas con los derechos públicos y privados existentes en una democracia exigente como la nuestra.

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