Su vida era el mundo editorial
Acabo de recibir la noticia de la muerte de José Ortega Spottorno. Hace unos días, pregunté a Andrés Ortega por sus padres. Sabía del progreso de la enfermedad de José y las noticias que me dio su hijo no fueron esperanzadoras. Por más que la realidad se impusiera, no me hacía a la idea de que el desenlace pudiera llegar antes de que José pudiera ver publicado su último libro. Hasta hace pocos meses, me decía Simone, su mujer, seguía escribiendo todos los días.
Conocí personalmente a José Ortega en septiembre de 1973. Fue mi primer contacto con Prisa y con el proyecto de El País. Me llamó la atención en aquel momento el gran parecido con su padre, Ortega y Gasset, y, sobre todo, la naturalidad de su trato desde el primer día, a pesar de los casi 30 años de edad que nos separaban.
Era un ingeniero agrónomo que no sentía, según él mismo me dijo, gran entusiasmo por el campo. Su vida era el mundo editorial. En aquellos primeros años me llamaba para los asuntos del trabajo desde Alianza Editorial -de la que era creador y director general- o desde la Revista de Occidente -la obra de su padre, cuya publicación había reanudado-.
En el piso de la calle de Núñez de Balboa, la sede de Prisa desde la que se luchó para que El País fuera una realidad, la convivencia era natural: muy pocas personas pero en espacio reducido. Había pocos secretos y los obstáculos que, casi a diario, se ponían desde la Administración al proyecto del periódico se vivían, de una u otra forma, por todos los que allí estábamos.
Todos los martes le acompañaba a la visita que hacía a las obras de construcción del edificio de la calle de Miguel Yuste y recuerdo los mil y un proyectos que tenía para su utilización en el caso de que no se consiguiera la autorización administrativa para la aparición del diario.
Luego, durante casi 17 años, me he sentado a su izquierda en el consejo de administración de Prisa y, muy frecuentemente en los últimos años, cuando el oído flaqueaba, le he ido transmitiendo las intervenciones que no se hacían en un tono suficientemente alto.
No tengo más que buenos recuerdos para José Ortega y, desde luego, le debo, y le seguiré debiendo, el agradecimiento por la oportunidad que en aquel, ya muy lejano, año 1973 me dio y que me ha permitido estar presente en una apasionante aventura de la que tenía motivos para sentirse orgulloso.