¡Cuidado con la inflación!
El año 2001 cerró con una tasa de inflación del 2,7%, o del 3,6% si el cálculo se efectúa en términos de medias anuales -pero que se convierte nada menos que en un 3,7% cuando consideramos la inflación subyacente-. Ciertamente no son cifras alentadoras y como consecuencia el diferencial con la media de la UEM sigue situado por encima del 1%. No está claro si esto puede calificarse de espiral inflacionista, pero, bauticemos como la bauticemos la evolución de los precios, a lo largo del último año hay ciertos rasgos alarmantes en ella.
Sin ir más lejos es preocupante la política de recuperación de poder adquisitivo por parte de los asalariados, pero no lo es menos la persistente ausencia de una política incentivadora de la competencia por parte del Gobierno, ausencia que ha facilitado que en no pocos sectores las empresas hayan incrementado sus márgenes de forma desmesurada.
Tampoco hay que hacerse muchas ilusiones respecto a la marcha de los precios a corto plazo; sin ir más lejos las declaraciones del señor Rato respecto al posible aumento de los precios en enero anuncian una catástrofe cuya magnitud acaso adquiera dimensiones germanas -de la cual, dicho sea de paso, el sector público a través de sus precios e impuestos será en buena parte responsable-.
Inmediatamente, la pregunta que surge es qué se puede hacer. El Banco Central Europeo no parece muy inclinado a recortar más sus tipos de interés, lo cual otorga a la evolución de los precios un papel decisivo en la medida en la cual con una inflación a la baja equivale a tipos reales al alza y eso sí puede influir en la recuperación económica.
La economía española, de acuerdo a las cifras actualmente disponibles, creció un 2,7% el año pasado y la mayoría de los analistas cifra, como mucho, en un 2,1% el avance real para el ejercicio en curso. Ahora bien, cuál sea la senda temporal de ese ritmo de crecimiento resultará especialmente relevante si se combina con cómo progresan los precios.
Una incógnita es si el fuerte incremento de la cantidad de dinero originado por la introducción material del euro no sólo ha afectado a la tasa de inflación en enero, sino, también, a las expectativas en los meses siguientes. Sea como sea, todo parece indicar que actividad y precios van a evolucionar de forma paralela en 2002; o sea, que durante la primera mitad asistiremos, en principio, a un descenso tanto de los precios -con la excepción de enero- como de la actividad, para proseguir durante el segundo semestre con un alza de ambas magnitudes, lo cual plantea el dilema de cuál debería ser el papel de la política fiscal.
Si aceptamos que la política monetaria ha hecho ya todo lo que podía hacer - salvo que el señor Greenspan nos sorprenda con una nueva extravagancia-, parecería llegada la hora de la política fiscal.
En EE UU están muy recientes los más de 38.000 millones de dólares que el señor Bush metió hace pocos meses en los bolsillos de los consumidores americanos y que, por lo que parece, se han gastado rápidamente. Medidas adicionales necesitarán laboriosos acuerdos en el Congreso. En Europa, con una situación que no parte, como en EE UU, de un superávit, sino de desequilibrios incipientes, incluso en la otrora virtuosa Alemania, la prudencia se impone, entre otras razones porque no existe una receta clara que recomiende cuál de las dos vías -reducción de impuestos o mayor gasto público- elegir.
Ante esta situación, la política del Gobierno español parece consistir en dejar que los estabilizadores automáticos desempeñen su papel y confiar en una recuperación mundial a partir del segundo semestre, lo que le evitaría adoptar decisiones más arriesgadas.
No cabe negar que acaso la apuesta le salga bien y no resulta necesario pensar más, pero tampoco cabe descartar que suceda lo contrario. Si así fuese, probablemente el ministro de Hacienda acabe lamentando -como lo indican recientes prisas- su falta de diligencia para haber adelantado a este año la rebaja del IRPF, en lugar de dejarla para 2003, cuando quizás ya no haga la misma falta.