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Crisis de opioides, déficit de tolerancia e inflación psíquica

Detrás de las muertes por desesperación está la silenciosa desilusión de una vida laboral sin significados

En los últimos dos lustros se ha constatado que las clases asalariadas de los países ricos padecen serios problemas existenciales, fruto de la alienación social y de una creciente desesperanza a la hora de percibir con optimismo el porvenir. Los efectos dramáticos de la desilusión colectivizada se traducen en un crecimiento de bajas laborales por depresión u otras enfermedades mentales, el aumento de los casos de alcoholismo y adicción al fentanilo, el repunte en las tasas de suicidio y, finalmente, un deterioro nihilista de la escala de valores asociados, por ejemplo, al esfuerzo, el sacrific...

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En los últimos dos lustros se ha constatado que las clases asalariadas de los países ricos padecen serios problemas existenciales, fruto de la alienación social y de una creciente desesperanza a la hora de percibir con optimismo el porvenir. Los efectos dramáticos de la desilusión colectivizada se traducen en un crecimiento de bajas laborales por depresión u otras enfermedades mentales, el aumento de los casos de alcoholismo y adicción al fentanilo, el repunte en las tasas de suicidio y, finalmente, un deterioro nihilista de la escala de valores asociados, por ejemplo, al esfuerzo, el sacrificio o el culto al mérito, acelerándose un repliegue del umbral de tolerancia al que es diferente porque posea ideas y creencias diversas. Estamos ante una tragedia humana y cultural que asola EE UU y que cada año va propagándose y socavando la mentalidad democrática arraigada en los principales países europeos, inclusive España. En 2020, los economistas estadounidenses Angus Deaton (Nobel en 2015) y Anne Case retrataron el infierno de las “muertes por desesperación” que diezmaban su país, objetivando que, ya antes de la pandemia, la idea secular alrededor de la fe en un progreso técnico infinito, gracias al cual se lograría la erradicación de la pobreza, el fin de las guerras, y la ampliación exponencial de la esperanza de vida, se hallaba desprestigiada y en regresión.

El optimismo se ha desmoronado y lo que se abre paso es una idea angustiante con la que nadie desea identificarse: la idea de pérdida, pasando del relato de la mejora continua al de que todo va a peor. En la imaginación del pueblo, tanto la mitificación del “sueño americano” como la tan anhelada salvación por ser miembro de la Unión Europea están siendo barridas por un tifón de incertidumbre y contradicción que centrifuga los pilares del contrato social con los que aquellos fenómenos socioeconómicos y políticos se fundaron.

¿De dónde surge la desilusión? En tiempo de paz, los hombres de mediana edad están muriendo ahora más que en todo el siglo XX: bajas causadas por suicidio, enfermedades hepáticas relacionadas con el consumo de alcohol e intoxicación por drogas. Pasando de lo abstracto a lo descarnado, hay un deber de informar de que un porcentaje incremental de la población, especialmente la masculina, bebe hasta la muerte, se envenena hasta la muerte, se alimenta tóxicamente hasta sufrir fallos cardiovasculares, o bien se dispara o ahorca quitándose prematuramente de este mundo. ¿Qué hay detrás? Como síntoma que afecta a la psicología de las masas, no se puede ocultar que hay un proceso que tiene que ver con una infelicidad vital adquirida, sea momentánea o crónica. Esta epidemia no solo va en aumento, sino que está rejuveneciendo, es decir, los índices de muertes por desesperación entre jóvenes igualmente han comenzado una curva ascendente. El pronóstico muestra una transversalización generacional, perjudicando no solo a la construcción de capital social en los países, sino también lastrando su desarrollo económico y las opciones de lo que resulta esperable en términos de prosperidad.

Según la Casa Blanca, el coste económico del consumo de fentanilo alcanzó el 9,7% del PIB de EE UU en 2023, incluyendo pérdidas por productividad, atención sanitaria y criminalidad, falleciendo más de 100.000 personas (en 2024, las muertes por opioides, habiéndose reducido, todavía llegaron a más de 70.000). En España, según un informe de 2024 del Consejo Económico y Social, los trastornos mentales suponen cerca de 60.000 millones de euros (4,2% del PIB), y son la segunda causa de baja laboral.

A tenor de un capital humano cada vez más barrado y resentido, las probabilidades de un futuro sustentado en la razón, el instinto de vida y el amor al prójimo estarían en suspenso, reproduciéndose en su lugar un acidioso silet que se extiende por la sociedad (en latín, el acto de existir en silencio o callado proviene del verbo silere). ¿Quién permanece en silet en una democracia cuestionada? El que no dice nada, así de simple. En efecto, un sujeto en la rampa de la depresión padece el peso de la culpa por no ser feliz, por las faltas y secretos familiares, por la incapacidad para destacar entre sus iguales y, en gran medida, por rechazar la posibilidad de saber la verdad de las cosas. Por esto, no se podría admitir la sentencia “el que calla, otorga”, porque el sujeto adolece de un desgarro mortal cuando intenta hablar.

En el reciente filme biográfico Springsteen: música de ninguna parte (2025), el padre del Boss, Doug Springsteen, simboliza la memoria en blanco y negro de una clase trabajadora americana varada entre la ira y el silencio, perjudicada por una ausencia de sentido en la vida laboral, perdiendo su voluntad para hablar y hacerse entender ante sus hijos y vecinos. En esta línea, Mitchell Duneier, sociólogo de la Universidad de Princeton, advierte de que no resulta admisible valerse ni política ni psicológicamente de una fantasía nostálgica sobre una época pasada edulcorada, tal y como pretende la Administración Trump, pues la realidad socioeconómica de las clases medias y trabajadoras, en realidad, fue tan oscura en los años 60 y 70 como resulta en nuestros días, luego no podrá haber cura si no hay un análisis sincero y científico.

¿Qué opciones le quedan a un sujeto que decide ser un mudo como reacción a la desesperanza vital? Encontrarse con un goce alternativo al que la sociedad le niega, uno que no le avergüence por el hecho de no contenerse ante ciertos hábitos e ideas potencialmente censurables o incorrectas. Justo ahí es cuando se inicia la amenaza para la convivencia, pues el umbral de la tolerancia disminuye y aparece una inflación psicológica perversa.

Para Carl G. Jung, la inflación psíquica se produce cuando una persona inconscientemente se apropia de atributos, cualidades y contenidos simbólicos que están fuera de su propia mente y cuerpo. Por ejemplo, cuando un alto directivo de una empresa o la presidenta de un Gobierno se adueñan para su Yo de los rasgos arquetípicos asociados a los cargos que ostentan, emergiendo una forma de identificación mimética que llevaría a que el individuo se sienta más importante de lo que realmente es (como expansión desmedida del ego), creyéndose omnipotente o poseedor de verdades absolutas. En cambio, la desesperación produce una deflación de valencia negativa del ego: no hay identificación aspiracional posible, sino un vacío y, en contrapartida, irrumpe el amor perverso (amar el sufrimiento y rendirse a la depreciación de sí). El siguiente paso es perder la paciencia, esto es, un déficit de tolerancia. El valor de la tolerancia reside en la capacidad para aceptar cosas con las que no se está de acuerdo o que disgustan.

En su estado avanzado, la tolerancia significa un aprecio de la diferencia, a pesar de la incomodidad o lo ininteligible que resulten las propuestas o formas de ser del otro, pero también implicaría aceptar lo que a uno le falta o en lo que falla. Históricamente, cuanto mayor es la sensación de amenaza cultural o inestabilidad económica, menor es la disposición del sujeto a tolerar lo extraño y se vuelve más intolerante hacia sus propios defectos. Si una persona experimenta pérdida de propósito o estabilidad, rechazará lo diferente o impuro porque introduce más ambigüedad a su anhelo detumescente de recobrar una sensación de control. Su propensión a la agresividad hacia el prójimo no será lo que le desconcierte, sino encontrar el placer en el dolor, incluso la felicidad en el crimen.

Jacques Lacan, en el Seminario 11, comenta: los pacientes “no están satisfechos con lo que son. No obstante, sabemos que todo lo que ellos son, lo que viven, aun sus síntomas, tiene que ver con la satisfacción (…) no se contentan con su estado, pero, aun así, en ese estado de tan poco contento, se contentan. El asunto está justamente en saber qué es ese se que queda allí contentado”. Persiste la averiguación de por qué gozan de su descontento. En las muertes por desesperación, el asunto está en que ese se ha sido destruido por la silenciosa desilusión de una vida laboral sin ambiciones ni significados.

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