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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Progresismo libertario y largoplacismo en piloto automático

Un ejemplo paradigmático de esta dialéctica nos lo proporciona el ADN de la cultura empresarial que impone Elon Musk

La tendencia geoestratégica mundial ha colocado en el corazón del crecimiento económico una mentalidad totalizadora que, si termina de legitimar su ideario dentro de todas las facciones políticas hegemónicas, aminorará definitivamente las capacidades del Estado como herramienta para la cohesión social, la igualdad de oportunidades y la redistribución equitativa de la riqueza. El término anglosajón que mejor describe los cimientos de esta revisión de las formas democráticas con las que dar forma al mundo es liberaltarian. Un silogismo tosco en el que las preferencias del libertarismo económico son cosidas en la solapa del progresismo socialdemócrata.

La semilla de este matrimonio contra natura inició su evolución a finales de los años setenta gracias a think tanks afincados en Washington D.C. como, por ejemplo, el Cato Institute (centrado en la promoción de la libertad individual como valor supremo, limitando el poder del Gobierno y desregulando los mercados). En aquellos inicios, el propósito fue derrumbar el sentido de lo común, así como debilitar el prestigio y eficacia de las instituciones que cuidaban de las vidas de los ciudadanos mediante servicios públicos universales. El plan consistió en dañar mediáticamente la pertinencia de aquel consenso con la justificación de que era más beneficioso a largo plazo obtener una mayor cantidad de libertades individuales y empresariales a costa de una notable reducción del intervencionismo estatal y de potenciar las privatizaciones. Nunca hubo una ciencia objetiva que demostrase la veracidad de sus proyecciones de eficiencia; solo fueron necesarias las campañas de propaganda y desinformación que ahora nos resultan tan familiares.

Tras la crisis financiera de 2008, y ante la incontenible desconfianza de la sociedad estadounidense tanto hacia las dudosas intenciones morales del mercado como hacia la incorruptibilidad de los poderes del Estado, se consideró imprescindible un giro ideológico de alcance transversal que atrajera no solo a los adeptos al neoliberalismo, sino que sintonizará tanto con las clases medias de la tradición conservadora (en especial a los de ascendencia protestante) como con los simpatizantes de una izquierda moderada, todavía atada a las narrativas del ascensor social y la ilusión de que la humanidad siempre avanza hacia lo mejor.

El invento programático de aroma elitista se destiló sin sofisticación y la fórmula fue vendida como una provechosa superación de los relatos clásicos de izquierda versus derecha. Comenzó el asalto al poder del progresismo libertario: una conciliación entre la defensa de los derechos civiles y las libertades personales (entre muchas, la igualdad laboral de hombres y mujeres, abolición del racismo, derecho al aborto y al matrimonio entre todas las identidades de género, la legalización de drogas, limitar la venta y posesión de armas, sanidad pública y posicionarse contra la intervención militar) con otros aspectos ultraliberales relacionados con el emprendimiento y el funcionamiento del gobierno y la economía (reducción agresiva de impuestos a personas y empresas, desregulación normativa y liberalización de mercados al mismo tiempo que permisibilidad para los oligopolios que subvencionan la innovación radical). Para los feligreses de esta nueva iglesia hay un propósito indiscutible: es irracional tener miedo al riesgo y el cambio hay que tomárselo como una obligación espiritual o, dicho con otras palabras, practicar el culto a la libertad individual sin apenas responsabilidad, combinado con la tolerancia hacia las identidades y ceder a vivir en la incertidumbre una constante (salvo en lo que atañe a la propiedad). Así quedó amalgamado un credo tan optimista como incoherente pero que logra la sublimación de la mutación ideológica en curso.

David E. Broockman, Gregory Ferenstein y Neil Malhotra, profesores de Economía en Stanford y Berkeley, realizaron una investigación entre 2018 y 2020 para analizar los valores y preferencias políticas de los emprendedores tecnológicos de Silicon Valley y de toda California. Las conclusiones encajan en el doble rasero del molde liberaltarian. De modo que estos emprendedores tecnológicos estarían mayoritariamente alineados con los valores y metas sociales del Partido Demócrata, pero su oposición a la regulación de los mercados ha estado influyendo en la dirección ideológica de este partido, tal y como se pudo observar durante la presidencia de Joe Biden y en las estrategias fallidas de las campañas de Hillary Clinton y Kamala Harris. A medida que su influencia crezca, lo probable será que los demócratas continúen tensionándose internamente para atender las prioridades tradicionales de sus bases (apoyo a sindicatos y a las demandas laborales), en contraposición a los intereses de los dueños de las principales empresas tecnológicas; cabe esperar que esta brecha se vaya a intensificar en lo sucesivo por la alta inversión en tecnología “dura” (hard tech) por la disrupción de la inteligencia artificial.

Un ejemplo paradigmático de esta dialéctica nos lo proporciona el ADN de la cultura empresarial que impone Elon Musk y su delirio por el largoplacismo. El trabajo de los periodistas alemanes Sönke Iwersen y Michael Verfünden en The Tesla Files. The Inside Storiy of Musk`s Empire (2025) deja constancia de la visión con la que el empresario toma sus decisiones en lo referente al cálculo utilitarista de vidas sacrificadas en aras de perfeccionar la conducción automática de vehículos: la Organización Mundial de la Salud cuantifica que cada año fallecen 1,2 millones de personas en el mundo por accidente de tráfico, si el sistema Autopilot espera reducirlas en un 90%, el resultado a 100.000 años vista arrojaría que se salvarían 108.000 millones de seres humanos. Si para desarrollar esta tecnología se pierden un par de millones en el camino, las cuentas a largo plazo lo compensarían. Por consiguiente, es lícito destruir cualquier regulación que retrase este tipo de progreso.

El filósofo escocés William MacAskill es uno de los principales evangelistas de esta manera de alentar una innovación sin restricciones. En su libro, Lo que debemos al futuro (2023), expone que el altruismo y la ética deben condicionarse al impacto que tendrán las consecuencias de nuestros actos en un futuro distante en vez de ser juzgadas en el corto plazo por la moral del presente. Toda libertad valdría si es útil para potenciar la longevidad de la especie humana (que se permite medir en una horquilla indemostrable de entre 500 y 1.200 millones de años para nuestra extinción).

Durante esta década, la mutación del significante “libertad” ha logrado, en palabras de Jorge Alemán, Ultraderechas (2025), “oponerse a los legados y herencias simbólicas” que antaño activaba el patrimonio histórico del concepto, siendo transformado en un lema del neoliberalismo y del movimiento MAGA para justificar el odio a los pobres, las mujeres, los migrantes, negar el cambio climático, eliminar la regulación incómoda y saltarse cuando conviene el Estado de derecho. En cooperación, el largoplacismo emerge como parte del resurgimiento del darwinismo social bajo el manto de la innovación para legitimar un tipo desigual de progreso socioeconómico.

¿Cuántas muertes pueden ser soportadas por una civilización en nombre del progreso? Esta cuestión que planteó Freud en El malestar en la cultura en plena crisis del veintinueve aún colea sin que ningún agente político con poder la quiera asumir por el coste electoral que le supondría. El progresismo libertario amenaza con la disolución de los programas socialdemócratas de EE UU y su contagio a la UE al distorsionar lo que debe considerarse legal y moral para impulsar el crecimiento de la economía. Si los conquista, las diferencias entre derecha e izquierda únicamente estarán localizadas en el simulacro del espectáculo mediático, instrumentalizado para esconder una idea que comparten: el proyecto de alcanzar la felicidad general para todos que justifica la civilización es un imposible o un deseo irrealizable.

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