No me quites mi trabajo: la inteligencia artificial y el mercado laboral
Nuestra capacidad de adaptación, ingenio y, sobre todo, nuestra humanidad serán nuestras herramientas

Cómo hablar de inteligencia artificial sin que la mente nos lleve a los robots y a las fabulosas novelas de Asimov? El cine y la literatura llevan un siglo explorando la misma incógnita: ¿y si las máquinas terminan ocupando nuestro lugar? Desde Metrópolis, esta pregunta no ha dejado de inquietarnos. Pero hoy, con la reciente explosión de la IA, ya no es una cuestión de ciencia ficción; se ha vuelto tan cotidiana que se cuela en cualquier conversación.
Es una perfecta noche de agosto. Los amigos de siempre disfrutamos de la brisa del mar y unas bebidas frías en una terraza junto al puerto. La IA se une a la mesa como un amigo más, que no pide ronda, pero que inevitablemente acapara la atención. Todo comienza cuando Juan pide ayuda a ChatGPT para organizar la excursión del día siguiente. La incredulidad de Sara, bromeando sobre su “amiguito”, abre la puerta a la discusión. La velocidad de la adopción es asombrosa: ChatGPT tardó solo dos meses en alcanzar 100 millones de usuarios, mientras que a Netflix le llevó siete años. Los ejemplos de la influencia de la IA empiezan a surgir: bots que redactan anuncios, algoritmos que filtran currículos, coches que conducen solos o sistemas que diagnostican enfermedades con precisión. Cada nuevo caso alimenta nuestros miedos más profundos, generando la inquietante sensación de que podríamos asistir a una ola masiva de despidos y entre ellos, por qué no, el nuestro.
—A ver, que esto no es nuevo y, sin embargo, aquí seguimos —interviene Javier, intentando poner un poco de perspectiva.
—Exacto —añade Marga—. Pensad en la primera revolución industrial, cuando la máquina de vapor transformó la producción. Luego llegó la segunda, con la electricidad y la cadena de montaje, o la tercera digital, con la informática e internet. Cada una supuso una sacudida en el mercado laboral y, cada vez, la humanidad se adaptó. Surgieron nuevas industrias, nuevas profesiones, y la productividad global se disparó, mejorando la calidad de vida de muchos.
—Vale, pero esta es distinta —protesta Miguel, dramático—. ¡Ahora la máquina “piensa”!
—Pues sí, reconozco que los matices de esta revolución son nuevos —les digo—. Sé que podría parecer una exageración, por ser la que me ha tocado vivir, pero esta cuarta revolución me parece incomparable con cualquier avance anterior. No hablamos solo de músculos artificiales, sino de mentes artificiales, capaces de aprender, crear y, en algunos casos, incluso de “razonar”. Su alcance es inmenso: la IA fusiona informática, internet y una ingente cantidad de datos.
Les comparto algunas cifras. Tómenlas con pinzas. The Economic Times publicó que un gran banco de inversión de EE UU calcula que hasta 300 millones de empleos podrían quedar automatizados antes de 2035. Sin embargo, el Foro Económico Mundial proyecta que, si bien se eliminarán 92 millones de puestos de trabajo, nacerán 170 millones nuevos en la misma década. La curva de destrucción existe, pero la de creación también. De hecho, añade que un 41% de las empresas planea reducir plantilla por la IA en los próximos cinco años. En esencia, todo trabajo cuya “instrucción” pueda describirse con reglas claras es vulnerable. Ya los veo, intentando elaborar mentalmente un prompt que describa su propio puesto. Pero volvamos a nuestra noche de verano. Sara se echa hacia atrás en su butaca, pensativa.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Mutar —responde Javier, directo—. Ya se buscan “ingenieros de prompts” “auditores de algoritmos” o “diseñadores de experiencias inmersivas”. De hecho, las vacantes que mencionan IA pagan un 14% más. Otro camino será la reconversión: un programador que aprenda ética, o un sociólogo que se meta en estadística. Quizás la identidad profesional ya no esté tan marcada por una carrera y lo que necesitemos sea más una cartera de habilidades que actualizamos constantemente.
Sara tuerce el gesto.
—O sea, reciclarse o morir.
—Tal cual. Quizá la profesión sea pronto un Lego de habilidades que actualizas cada pocos años —añado.
—Entonces, si la IA puede hacer parte de nuestras tareas y, gracias a la eficiencia, podemos producir la misma riqueza con menos horas humanas, la conclusión parece obvia: ¡trabajaremos menos! —dice Juan, y la mesa se llena bromas sobre a qué vamos a dedicar nuestro tiempo libre.
—Menos risas —interviene Javier—. Ya se exploran plataformas científicas donde voluntarios donan ciclos mentales para clasificar galaxias o entrenar proteínas.
—¿Entrenar proteínas?, pero ¿qué me estás contando? ¡Vosotros alucináis! —salta Juan, sin levantar la vista de ChatGPT, todavía liado con la excursión. Hasta que, de pronto, alguien suelta un jarro de agua fría en forma de pregunta: “Entonces, ¿cobraremos menos?”. Se hace un silencio de ascensor.
Marga, práctica, defiende una renta básica universal, pagada con parte de los beneficios de la automatización. Eso permitiría mantener un nivel de vida digno con menos horas de trabajo, liberando tiempo para actividades creativas, comunitarias o de ocio. Otra opción que plantea es un trabajo híbrido, donde la IA hace el 60% y nosotros aportamos “el toque humano”, facturando bien por ello.
—¡Muy bien! —dice Miguel, indignado—. Si esa IA es tan lista como decís, pues que también asuma la responsabilidad. ¡Eso, eso, y que paguen impuestos los robots!
Pienso para mí que, sí, una parte de los informes que ahora redactamos los escribirá un algoritmo, pero la estrategia de inversión la seguiremos fijando desde inversiones, y responderemos de las consecuencias de nuestras decisiones. Es un futuro híbrido en el que la IA será una herramienta que amplificará nuestras habilidades: democratizará la creación, eliminará tareas aburridas, pero sí, borrará empleos. El desenlace de esta historia dependerá de las políticas educativas, la regulación, la ética, la auditoría de algoritmos, la trazabilidad, la responsabilidad civil y la soberanía de datos. Los desafíos son sociales y políticos; los tecnológicos, sin duda, se superarán.
—Pues que sepáis que ya hay sistemas que se reentrenan y pueden llegar a tener sesgos poco deseables o metas no previstas —advierte Javier—. Recordad el software que negaba hipotecas a mujeres o el bot racista que duró un suspiro en X.com.
Sara exclama: ¡que les pongan un botón rojo de apagado! ¡Nuestra existencia corre peligro! A ver si va a aparecer algún Terminator que decida que soy un estorbo.
—A ver, Sara —le replica Marga—, la IA es un espejo de nuestra propia ambición e ingenio, y depende de nosotros asegurar que refleje lo mejor de la humanidad.
Las conclusiones de vuelta a casa:
La inteligencia artificial no puede, al menos por ahora, replicar la creatividad intrínseca del ser humano, la empatía, el pensamiento crítico complejo que implica matices éticos y morales, la intuición, la capacidad de innovar más allá de los datos existentes o la habilidad de establecer conexiones emocionales profundas. De momento, estas dimensiones se le escapan.
Es precisamente en estas cualidades distintivas donde reside nuestra fortaleza y nuestra ventaja. La IA no nos va a quitar necesariamente nuestros trabajos, pero cambiará la forma en que trabajamos o redefinirá lo que entendemos por trabajo y nos obligará a evolucionar. El miedo es comprensible, pero no debe paralizarnos. Como en cada revolución anterior, nuestra capacidad de adaptación, nuestro ingenio y, sobre todo, nuestra humanidad serán las herramientas más poderosas. La IA nos ofrece una oportunidad sin precedentes para redefinir el significado del trabajo, para liberarnos de las cadenas de la monotonía y para explorar nuevos caminos de creatividad y desarrollo.
Un futuro en el que la inteligencia artificial sea una aliada, no una amenaza. Un futuro en el que, quizás, tengamos más tiempo para ser simplemente humanos.
Virginia Pérez es directora de inversiones de Tressis.
