Ir al contenido

Liderazgos autoritarios en competición: Xi Jinping versus Trump

Ambos mandatarios tienen algo en común: su dependencia del carisma

Incumbido por analizar el semblante de una de las dos personas más poderosas del mundo, la teoría barruntada para discernir su mentalidad me condujo hasta la confesión que hace el fantasma de Aquiles tras un halago que le propina Ulises en La Odisea: “No pretendas buscarme consuelos de la muerte, que yo preferiría ser un labrador que fuera siervo de cualquier hombre pobre que reinar sobre todos los muertos”. En efecto, la trayectoria vital del actual presidente de la República Popular de China, Xi Jinping, está repleta de vetas homéricas.

La clave de su “heme aquí” radica en sus...

Para seguir leyendo este artículo de Cinco Días necesitas una suscripción Premium de EL PAÍS

Incumbido por analizar el semblante de una de las dos personas más poderosas del mundo, la teoría barruntada para discernir su mentalidad me condujo hasta la confesión que hace el fantasma de Aquiles tras un halago que le propina Ulises en La Odisea: “No pretendas buscarme consuelos de la muerte, que yo preferiría ser un labrador que fuera siervo de cualquier hombre pobre que reinar sobre todos los muertos”. En efecto, la trayectoria vital del actual presidente de la República Popular de China, Xi Jinping, está repleta de vetas homéricas.

La clave de su “heme aquí” radica en sus orígenes y en la poderosa influencia de su progenitor, Xi Zhongxun. El padre de Jinping fue uno de los fundadores del movimiento revolucionario junto al mítico Mao. Pero aquella cercanía al líder supremo no resultó ni pacífica ni gratuita. En 1962, cuando Jinping tenía nueve años, Zhongxun, siendo viceprimer ministro, fue acusado de traidor por aprobar la publicación de una novela apologética de un héroe de la revolución caído (Liu Zhidan) cuya popularidad eclipsaba al propio Mao Zedong que, celoso y paranoico por imaginarias conspiraciones, encarceló, torturó y mantuvo recluido a Zhongxun hasta 1977 (después volvió a desempeñar puestos en el Gobierno durante los ochenta).

El hijo sufrió por los pecados de su idolatrado padre de múltiples maneras. A los quince años, en plena Revolución Cultural (1966-76), Jinping fue sentenciado al temido exilio que representaba el vasto y atrasado campo interior, en concreto se le envió a un pueblo de campesinos pobres ubicado a los pies de una cordillera montañosa. Durante siete años durmió sobre la roca de una cueva, soportó las picaduras de pulgas y garrapatas, y hacia largas marchas diarias cargando varias docenas de kilos de trigo a la espalda.

Aquel período lo trastornó hasta el punto de que él mismo reconoce que fue cuando tuvo lugar la aparición de su verdadero ser, lo que le permitió, en primer lugar, creer en él mismo (al fin superando el Edipo) y, después, articular su célebre “sueño chino” del que empezó a disertar abiertamente en 2012: “(…) Por la historia sabemos que el futuro y el destino de cada individuo está ligado al de todo el país. Uno solo puede prosperar y hacerlo bien si le va bien al país y a su gente”. Este enunciado guarda paradójicas reminiscencias con el célebre “nobody wins unless everybody wins” (“nadie gana salvo que todos ganen”) que canta Bruce Springsteen en sus conciertos para reinsertar el comunitarismo solidario y posicionarse en contra del trasfondo narcisista y xenófobo de las políticas de suma cero de Donald Trump.

El “sueño chino” se ha sustentado en el aumento del poder del país en sí mismo, con el propósito de ir más allá del individualismo y del complejo yoico que asola la cultura occidental. Trump, a través de su eslogan existencialista America First, trata de mimetizar rasgos del espíritu nacionalista oriental, pero solo llega a reducirlo a un fetiche de la mercancía, confundiendo su materialización con el deseo mórbido de ordenar sin restricciones cuándo es licito aniquilar al prójimo. Durante la década pasada, la estrategia de Xi Jinping se concentró en sacar de la pobreza a setenta millones de campesinos, construir cuarenta millones de viviendas y mejorar la educación de miles de colegios y universidades.

Desde que acabó la pandemia, sus esfuerzos han dejado de encaminarse hacia los más desfavorecidos para focalizarse en el cuidado de la gigantesca clase media fruto de haber superado a EE UU en PIB ajustado por poder adquisitivo (en 2014 conquistó esta primacía a la economía estadounidense, que la había ostentado desde 1872). Las preferencias de la sociedad china han comenzado una asimilación con las típicamente europeas en el sentido de que las principales preocupaciones son acabar con la corrupción, con la contaminación extrema del aire en las grandes ciudades y lograr que los hijos universitarios de la clase obrera puedan encontrar un trabajo vocacional y bien remunerado.

Por supuesto, en China nadie habla de los cuarenta y cinco millones de muertos del Gran Salto (1958-61) o de la masacre de la Plaza de Tiananmén (1989). Pero sí forma parte del conocimiento colectivo lo que sucedió durante las Guerras del Opio (1856-60) y la Guerra de los Bóxer (1899-1901). La memoria histórica en China se vertebra con actos educativos y culturales en los que se revisitan las fechorías que cometieron Inglaterra, Francia, Alemania y Japón contra el pueblo chino hace doscientos años. El nacionalismo en China es tan fuerte como la resistencia emocional de Xi Jinping durante la caída en desgracia de su familia, la cual se ha traducido en un sofisticado saber sobre cómo tomar riesgos calculados y asumir sacrificios sadianos para demostrar tanto su propia valía como la de su difunto padre. Obsesionado en estudiar la historia de China, pero también las del resto de naciones, Jinping se apropia del semblante de un autoritarismo ilustrado (recita de memoria pasajes completos de obras de Marx, Engels, Lenin, Mao y contraculturalmente es un erudito de Confucio).

La otra persona más poderosa del mundo, el presidente Trump, hace suyo un arquetipo bien diferente, esto es, un sultanato de Estado en los términos descritos por Max Weber en 1910 como evolución del feudalismo y el patriarcado. Su formulación es simple: la encarnación del espíritu de la irracionalidad económica. Esta lógica impone que el desarrollo de los mercados quede limitado irracionalmente por monopolios bajo la influencia del dominador y de su cuadro de directivos, amigos y familiares. Al mismo tiempo que la calculabilidad de la economía queda perturbada por la voluntad caprichosa y arbitraria de esa misma autoridad hegemónica.

Sin embargo, Trump y Xi Jinping tienen algo en común: su dependencia del carisma. Su liderazgo queda revalidado siempre y cuando sus adeptos les confieran alguna característica personal excepcional que les eleve sobre las debilidades de las masas. El ventrílocuo de Trump, Netanyahu, lo clarificó con su halago antihumanista tras los bombardeos estadounidenses sobre las fábricas de uranio en Irán: “La paz se logra con la fuerza”. Mientras que para el principito Xi Jinping, su destino queda asegurado prometiendo ante el politburó del comité del partido que el futuro de la nación pasa por cumplir con la tradición revolucionaria o, dicho con otras palabras, que su carisma sobrevive si alienta la creencia de que el Partido Comunista continuará siendo el uno, incluso por delante del bienestar del pueblo, de modo que el desarrollo socioeconómico y tecnológico nunca ocurrirán a costa de un olvido de la senda maoísta.

¿Qué nos queda en el porvenir de la historia si tenemos que elegir únicamente entre estas dos opciones? Casi la nada. El pluralismo en el plano económico quedaría comprimido bien en el conformismo y la resignación de convertirse en un país ocioso (sin el ansia por un crecimiento infinito, aunque con una alta protección de los derechos laborales), bien en imitar la hiperactividad de un país industrioso con su radical laboriosidad (a costa de reducir las libertades de los modos de ser). En el plano político, la alienación aún sería más regresiva, configurada entre la posibilidad de practicar sin complejos la repulsión que el otro inspira (con la consiguiente necesidad de matar a ese otro) o que el ciudadano sea absolutamente transparente para el Estado. La dualidad Trump-Xi Jinping simboliza otra muerte del “a-Dios” en la historia.

Alberto González Pascual es profesor asociado de la URJC, Esade y de la EOI, y director de cultura, desarrollo y gestión del talento de Prisa Media.

Más información

Archivado En