Nuestra cultura desechable: el coste climático oculto de la ‘fast tech’
Señalamos la moda o el desperdicio de comida, pero rara vez la rapidez con la que cambiamos de móviles o portátiles

Vivimos en un momento histórico donde palabras como sostenibilidad, economía circular o consumo responsable han dejado de sonar a utopía o moda pasajera. Hoy, están en el centro de muchas conversaciones, desde las instituciones hasta nuestras casas. Pero aún hay un rincón importante de nuestra vida diaria al que no le estamos prestando suficiente atención: nuestra relación con la tecnología.
Mientras señalamos los problemas del fast fashion, el plástico de un solo uso o el desperdicio de comida, rara vez cuestionamos la rapidez con la que cambiamos de móviles, tabletas o portátiles. La renovación constante de nuestros dispositivos se ha convertido en algo tan habitual que apenas lo pensamos. Incluso lo celebramos. Tener lo último, lo más nuevo, lo más rápido parece haberse convertido en una especie de obligación. Pero esa obsesión silenciosa nos está saliendo cara. Y no solo en euros.
La industria tecnológica se alimenta del cambio constante, empujándonos al consumo continuo bajo la apariencia de innovación. Estamos condicionados a pensar que, si no tenemos el último modelo, nos estamos quedando atrás. Que ese móvil que compramos hace solo un año ya es “viejo”. Que cambiarlo es casi una necesidad, cuando en realidad sigue funcionando igual de bien.
Lo cierto es que detrás de esa idea de “progreso” se esconde una estrategia perfectamente diseñada para mantenernos comprando. A esto se le llama “obsolescencia programada”, y no es ningún mito. ¿Te ha pasado que tu móvil empieza a ir más lento justo después de una actualización? ¿O que cambiarle la batería cuesta casi tanto como uno nuevo? Pues eso no es casualidad.
Hablemos de cifras. Solo en 2022 se desecharon más de 5.000 millones de smartphones, la mayoría aún en funcionamiento. Y lo peor: menos del 25% se recicla de forma correcta. El resto termina en vertederos o se exporta a otros países donde el reciclaje electrónico es más contaminante que útil.
La industria digital en su conjunto –incluyendo producción y uso– representa el 4% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, y se prevé que alcance el 14% para 2040 si no cambiamos el rumbo, según las proyecciones publicadas en la revista Journal of Cleaner Production. Los residuos electrónicos son hoy el flujo de desechos sólidos de más rápido crecimiento en el planeta, y menos de una cuarta parte de los dispositivos desechados se recicla formalmente.
Sin embargo, rara vez nos detenemos a considerar el verdadero coste de nuestra obsesión con el último modelo. ¿Lo más impactante? Alrededor del 80% de la huella de carbono de un smartphone se genera durante la minería, la fabricación y el transporte, antes siquiera de encenderlo. A pesar de esta enorme huella ambiental, muchos dispositivos se reemplazan en solo un par de años. El argumento a favor de actualizar dispositivos nunca ha sido más débil. La diferencia de rendimiento entre modelos antiguos y nuevos se reduce cada vez más. Las marcas nos presentan sus nuevos modelos como si fueran revoluciones. Pero, seamos honestos, muchas veces lo que ofrecen son cambios mínimos: una cámara un poco mejor, una pantalla más brillante, alguna función que probablemente nunca usaremos. No estamos pagando por innovación real; estamos pagando por una ilusión de progreso.
Mientras tanto, la vida útil de los dispositivos no mejora. Al contrario, cada vez duran menos. ¿Y por qué? Porque el sistema está hecho así. Baterías que no se pueden cambiar, piezas que no se venden por separado, reparaciones tan caras que no salen a cuenta… Todo eso empuja al usuario a tirar y volver a comprar; son decisiones de diseño deliberadas para mantener en marcha la máquina de la fast tech.
Motivos para la esperanza
Aunque el panorama parezca poco alentador, hay señales de que algo está empezando a cambiar. En Europa, una nueva legislación que entrará en vigor en junio de 2025 obligará a las marcas a facilitar la reparación de móviles, tabletas y baterías. En Estados Unidos, más de 40 estados ya están trabajando leyes similares bajo el lema del “Derecho a Reparar”.
La transformación no se limita al terreno legislativo. También empiezan a verse cambios concretos en la industria. Un ejemplo significativo es el iPhone 16, lanzado en septiembre de 2024, que incorpora un diseño modular pensado para facilitar la sustitución de componentes clave como la batería o la pantalla. Una señal clara de que, cuando los reguladores y los consumidores ejercen presión, los fabricantes no tardan en adaptarse.
No hay lugar para la fast tech en un mundo sostenible. Debemos romper con el ciclo de actualizaciones constantes y avanzar hacia un modelo que priorice la durabilidad, la reparabilidad y la reutilización.
Esto implica aplicar de forma efectiva el Derecho a Reparar en la UE, Reino Unido y Estados Unidos, para que los consumidores tengan derecho legal a arreglar y actualizar sus dispositivos. También significa priorizar lo reacondicionado frente a lo nuevo, porque comprar mejor es más inteligente que comprar más. Además, implica resistir las actualizaciones innecesarias, ya que la verdadera exclusividad reside en la longevidad. Y, por último, significa exigir responsabilidades a los fabricantes. El verdadero progreso no es vender más, sino fabricar productos mejores que duren.
¿Cambiarías tu coche porque se le pinchó una rueda? No, ¿verdad? Pues con los móviles y otros dispositivos debería ser igual. No podemos seguir actuando como si todo fuera desechable. La solución no es producir más, sino consumir con inteligencia. Si podemos cuestionar la cultura de la tecnología rápida como ya hemos hecho con la moda rápida y los plásticos de un solo uso, podremos empezar a avanzar hacia un futuro verdaderamente sostenible.
Marta Castillo es responsable de Brand y Marketing de Back Market en España.