El papel del Estado, el blindaje estratégico y la competencia

Hay herramientas para ejercer el nacionalismo económico sin entrar en el capital de las empresas y sin condicionar su gestión

El Gobierno interviene en la vida privada de las empresas en los últimos meses como si fuese víctima de un ataque de nervios, con decisiones aparentemente lógicas, pero contradictorias muchas veces, y muy alejadas del papel que se le supone al Estado en una economía abierta al mercado como la española. Del nivel de alerta y protección lógico durante los años duros de la pandemia, ha pasado a bloquear o dificultar los movimientos del capital extranjero por desconfiar de sus intenciones, y a criticar actitudes corporativas que se desenvuelven en mercados abiertos a la competencia.

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El Gobierno interviene en la vida privada de las empresas en los últimos meses como si fuese víctima de un ataque de nervios, con decisiones aparentemente lógicas, pero contradictorias muchas veces, y muy alejadas del papel que se le supone al Estado en una economía abierta al mercado como la española. Del nivel de alerta y protección lógico durante los años duros de la pandemia, ha pasado a bloquear o dificultar los movimientos del capital extranjero por desconfiar de sus intenciones, y a criticar actitudes corporativas que se desenvuelven en mercados abiertos a la competencia.

Hemos escrito varias veces en el agua que la economía se comporta mejor en ambientes abiertos a la competencia, con la regulación estrictamente necesaria y con la vigilancia de instituciones reguladoras independientes, que con intervencionismos continuos. Con un símil futbolístico, mejor donde los equipos juegan con reglas claras mientras el árbitro gusta más de la ley de la ventaja que de pitar cada contacto, que donde el Gobierno interrumpe el juego desde la sala de videoarbitraje, corrige cada decisión y los jugadores terminan sin saber a qué atenerse.

Admitamos que en los últimos tiempos, desde que la globalización pasó facturas onerosas a las economías más opulentas, y con las inestimables contribuciones de la peste de 2020 y la guerra de Putin, proteccionismo e intervencionismo han mutado de negativo a positivo. Ha pasado en América, en Europa y en España. Se proyectan escenarios que garanticen conceptos como la soberanía estratégica en materia industrial, tecnológica, sanitaria y militar, y cada país escanea hasta el tuétano al capital externo que pretende entrar en su esfera de influencia.

La necesidad llevó a los Gobiernos de todo el mundo a blindar a las empresas durante el parón de la pandemia, porque protegiendo a las corporaciones se protegían todas las rentas, y se activaron programas de disponibilidad de liquidez y de inversión nunca antes conocidos. Con muchos matices, España no fue muy diferente a sus vecinos, y estableció mecanismos, prorrogados varias veces, ante la entrada de capital exterior, incluso aunque fuese europeo.

Avales bancarios públicos, créditos blandos y de prolongadas carencias, protección contra operaciones especulativas, un fondo de 1.000 millones para recomponer el capital de empresas de pequeño tamaño (Cofides) y otro de 10.000 para superar el trance a las grandes (SEPI), acompañaron a los visados públicos para tomar capital de empresas estratégicas (con una interpretación de este concepto demasiado elástica) que se prolongan hasta hoy.

El Gobierno solo es un administrador del Estado que tiene el patrimonio de dictar leyes. Ejerce el auxilio mutualizado para corregir defectos del mercado sobre actividades en apuros, cobrando el precio correcto, con recursos públicos dispuestos por el sector privado con sus impuestos o cargados en la factura de la deuda pública. Y ulteriormente debe replegarse a sus labores, a la provisión de servicios considerados derechos universales: educación, sanidad, defensa o administración de la justicia.

Los Gobiernos tienen un vasto poder de intervención legislativa sobre la economía. Pero en tiempo reciente, aquí sin ir más lejos, y con la simple autojustificación de que todos los países lo hacen, se han dado pasos adicionales amparados en la defensa de “intereses estratégicos”, que, a su juicio, no entran en contradicción con la libertad de empresa.

Un vistazo a Telefónica: ni siquiera se ha hecho uso de la infranqueable prerrogativa legislativa para impedir que determinados accionistas (la saudí STC) alcancen determinado nivel de capital, como se ha hecho en otras operaciones. Sin descartar tal herramienta, se ha optado por el salto cualitativo que supone meter al Estado en el accionariado de la teleco décadas después de abandonarlo (compra el 3,04% por 700 millones, y quiere el 10%), argumentando el interés nacional por la participación de la multinacional en cuestiones de defensa.

Veremos con el tiempo qué efecto tiene en la actividad de la compañía y en el comportamiento de los gestores la presencia pública, con un consejo en el que se sentará el Gobierno, y qué réditos proporciona a los accionistas que ya estaban en ella, y que hasta donde se conoce no pidieron tal intervención. Ahora los gestores sentirán la vigilancia de un accionista golden con un poder que va más allá de su cuota de capital, y que bien pudiera ser contraproducente para el futuro de sus negocios.

La presencia pública no deja de ser un cuchillo que corta por ambos filos y puede tanto facilitar negocio, oportunidades y contratos, como obstaculizarlos. Pero, además, si el único escudo defensivo de las empresas estratégicas fuese el dinero, mal asunto. ¿Qué sentido tendría iniciar una escalada creciente en la compra de títulos de la empresa, o de otras muchas empresas consideradas estratégicas, compitiendo con chequeras más poderosas que el Estado español?

Comportamiento parecido ha tenido el Gobierno ya con Indra para reforzar sus posiciones en la industria de defensa, y ahora no le faltan deseos de entrar en el capital de Talgo para neutralizar una OPA húngara con supuestas conexiones rusas, como si todo lo que se mueve fuese estratégico. Este tipo de iniciativas, evitables con otras herramientas políticas, deben utilizarse a sabiendas de que no estamos solos en el mundo. El capital, igual que viene, va, y los Gobiernos deben respetar los movimientos, salvo flagrante ocupación de delicados activos estratégicos, y exigir reciprocidad cuando las empresas españolas buscan negocio fuera.

Respetar tal reciprocidad e igualdad de trato no es algo que los Gobiernos lleven bien, y Europa está plagada de operaciones que contaban con todo el sentido económico, paradas por decisiones políticas amparadas en fueros de nacionalismo económico. Varias empresas españolas se han topado con tales obstáculos en sus aventuras en la Unión Europea, y cada vez que un Gobierno obstaculiza una operación, erosiona operaciones futuras.

Es un conflicto que aflora ahora en la alta velocidad sin respeto alguno por la competencia. El ministro de Transportes ha emprendido una ofensiva verbal contra la francesa Ouigo porque, a su juicio, vende billetes de alta velocidad en España a bajo precio y perjudica el negocio de Renfe y de su filial de low cost Avlo. Está bien exigir que cuando Renfe trabaja en Francia reciba igualdad de trato, pero está mejor ser respetuoso con la competencia libre en un servicio secularmente monopolístico. ¿Protegemos a Renfe o a los consumidores? Mejor a estos que a aquella. Mejor que los precios bajos los financie el mercado que el Estado.

José Antonio Vega es periodista

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