El final de una línea de negocio

Entramos en lo que parece ser un afortunado cambio de tendencia que quizá lleve a abandonar esa palabrería de la inversión ESG

CARLO ALLEGRI (REUTERS)

El muy olvidado y guatemalteco Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias, iniciaba su novela El señor presidente aludiendo a unos gritos que alteraban el apacible dormir de los habitantes de la ciudad, “iguales ante la muerte como desiguales en la lucha que emprenderían al salir el sol”.

Con esa frase de 15 palabras quedaba resumido por completo en lo que consiste la actividad diaria: pura lucha. Y como corresponde a la lucha, lo normal es que todo el mundo aplique el “en la guerra, como en la guerra”. Y en la guerra ya se sabe que lo que no son disparos es propaganda....

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El muy olvidado y guatemalteco Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias, iniciaba su novela El señor presidente aludiendo a unos gritos que alteraban el apacible dormir de los habitantes de la ciudad, “iguales ante la muerte como desiguales en la lucha que emprenderían al salir el sol”.

Con esa frase de 15 palabras quedaba resumido por completo en lo que consiste la actividad diaria: pura lucha. Y como corresponde a la lucha, lo normal es que todo el mundo aplique el “en la guerra, como en la guerra”. Y en la guerra ya se sabe que lo que no son disparos es propaganda.

La propaganda lo empapa todo, también en la vida económica de los países y de las empresas, por eso resulta muy curioso contemplar cómo una línea de propaganda (al servicio de una línea de negocio) que ha sido totalmente preponderante desde hace veinte años da la impresión de que empieza a desmoronarse. Puede que sea solo una falsa alarma o puede que sea el inicio de un cambio de sentido en las líneas de negocio y, como consecuencia, en las líneas de propaganda.

En pleno verano, Larry Fink, el consejero delegado de la mayor gestora de activos financieros del mundo, BlackRock (con 9,42 billones o trillion de dólares gestionados; no confundir con Blackstone) se descolgaba diciendo que su organización iba a dejar de utilizar la terminología ESG (Environmental, Social, Governance). Es decir, las palabras que, estampadas como un sello en las inversiones de tipo financiero, supuestamente garantizan que solo se invertirá en empresas que se comprometan a mantener una labor social, junto con la preocupación por la protección de medio ambiente y por una manera de ser dirigidas y gobernadas conforme a las normas legales y éticas. En suma, el marchamo ESG supuestamente garantiza al comprador que un fondo de inversión que lo lleve estampado se está preocupando por invertir responsablemente.

Lo llamativo del asunto es que esta decisión la tomen precisamente BlackRock y Larry Fink, que fueron pioneros en elegir ese camino que hoy abandonan.

Y es que, lo que se ha llamado inversión responsable ha resultado ser un ¡Viva Cartagena! en el que todos los gatos son pardos. En algunos casos el asunto es tan evidente que no sería raro, si la moda continuara, ver carteles con el sello ESG en las minas de cobalto en el Congo junto a los niños y mujeres (empoderadas, que ¡así las llama la propaganda cobaltí!) que trabajan allí o en los vertederos más contaminantes de cualquier ciudad. Como el “confía en mi” de la serpiente a Mowgli en “El libro de la selva”.

Y aunque sea sin llegar a esos extremos, cuando los certificados de virtud ESG se emiten sin ton ni son, y tampoco hay en el planeta tierra nadie realmente fiable que pudiera emitirlos, el uso del calificativo no puede ser más que una manera de embaucar al inversor, igual que siempre se ha sabido que no había que darle mucha credibilidad al vendedor que presumiera de que su producto es el mejor del mundo. De hecho, ya se ha producido algún escándalo de fondo de inversión con mucho bla, bla, bla, ESG que no cumplía con los criterios de los que presumía.

¿Cómo podría uno fiarse de que una línea de negocio invierte responsablemente cuando la emisión de los certificados que lo garantizan es otra línea de negocio?

La cuestión de la fiabilidad de los calificadores se puso de manifiesto de la manera más cruda al menos en dos ocasiones muy sonadas en los últimos 25 años: la quiebra de Enron, Worldcom y Tyco en 2001 y la gran crisis financiera de 2008. En el primero de los casos se acusó a sus directivos de engañar a todo el mundo con la contabilidad y de haber contado para ello con la complicidad de grandes compañías auditoras que, como consecuencia, o desaparecieron o tuvieron que escindirse o cambiar de nombre.

En el segundo de los casos, el de la llamada Gran Crisis Financiera de 2008, lo que se desveló fue que el sello de máxima calidad crediticia que estampaban las compañías calificadoras de la deuda había sido un fiasco para el caso de los que después de la crisis serían llamados “productos financieros tóxicos” (los CDO), aunque las compañías siempre se defendieron, en esa y en otras ocasiones, con la excusa, que casi rozaba la guasa, de que ellas solo emitían una opinión y que, como toda opinión, podía ser falible, aunque, por suerte, estaban amparadas por la libertad de expresión, protegida por la Constitución. En un ejercicio premonitorio de lo fácilmente que se puede cambiar de opinión les bajaron la calificación a bono basura casi el día anterior a estallar el escándalo.

Y aquí estamos ya en lo que parece ser un afortunado cambio de tendencia que quizá lleve a abandonar esa palabrería de la inversión ESG, una vez que Larry Fink en sus declaraciones a la prensa ha reconocido que abandona la terminología porque se ha vuelto “politizada por la derecha y por la izquierda”.

Bienvenida sea, pues, la iniciativa, pero ¿es que, acaso, Larry Fink creyó alguna vez que esa nomenclatura era otra cosa más que propaganda destinada a explotar los buenos sentimientos de unos y el atractivo político que para otros tenía el que les vendieran su propia propaganda woke?

Juan Ignacio Crespo es estadístico del Estado y analista financiero

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