Repensando el voto en las sociedades de capital
De uno igualitario estamos pasando, irreversiblemente, a uno desigual
Asistimos en los últimos años a un intento de revalorización, quizás redimensionamiento del derecho de voto, o si se prefiere, del poder efectivo del voto, con más o menos comportamientos estratégicos tanto de la etiología dispar de socios cuyos intereses son tan extensos como conflictuales entre sí, como de las propias sociedades mercantiles, máxime de capital, conscientes del amplio margen que la autonomía y la libertad de configurar la estructura de derechos se inserta en un claro pr...
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Asistimos en los últimos años a un intento de revalorización, quizás redimensionamiento del derecho de voto, o si se prefiere, del poder efectivo del voto, con más o menos comportamientos estratégicos tanto de la etiología dispar de socios cuyos intereses son tan extensos como conflictuales entre sí, como de las propias sociedades mercantiles, máxime de capital, conscientes del amplio margen que la autonomía y la libertad de configurar la estructura de derechos se inserta en un claro proceso de redefinición del vínculo y marco de poder y control sobre todo en ese eje propiedad dispersa versus propiedad concentrada. La estrategia es finalística, una mayor participación. Pero la diversa etiología de socios e intereses y su auténtica posición en la sociedad, así como las patologías del ciclo de voto y la ruptura de ciertos paradigmas distributivos, eleva, sin duda, esta pretensión a un mero desiderátum evanescente.
Del voto igualitario estamos pasando, irreversiblemente, hacia un voto desigual en las sociedades mercantiles. De la aversión a la desigualdad sobre una base de homo egualis –soci egualis, hemos pasado a la aversión a la igualdad. Influencia y ponderación de voto son nuevos anatemas que han irrumpido desde hace años en el cuestionamiento de la proporcionalidad real y absoluta del voto y donde la heterogeneidad de grupos de interés y la creatividad de clases de acciones reconfigura el principio capitalístico.
Hoy son cuestionados principios otrora inderogables e inmutables. Y lo son por la enorme heterogeneidad de intereses entre unos y otros socios, la composición última de la base accionarial y, una cada vez más prodigada geometría variable de votos y posiciones que han hecho surgir nuevas categorías de acciones y con ellos nuevas reglas no proporcionales o distributivas de voto. Geometría variable a la que no escapa una visión acendrada en el corto plazo de obtener una rentabilidad inmediata, máxime por cierto tipo de socios inversores/especuladores, y que busca, por otra parte, influir o participar de un modo u otro en las políticas de gestión de la empresa. El cortoplacismo es una realidad presente hoy en las sociedades de capitales, y más si las mismas cotizan en los mercados.
Como reacción en cierto modo a este empuje, las legislaciones y los enfoques de alguna doctrina han ideado y aprobado categorías de acciones que reconfiguran los derechos de los socios, vertebrando sistemas de voto que rasgan, cuando no rompen absolutamente, pretéritas reglas y principios. Sin olvidar como dentro de las teorías que defienden la primacía del consejo, del board frente a las de la primacía de los accionistas, el largoplacismo es un anclaje en esta defensa numantina.
Así, las teorías de los long-term interests basan sus análisis no en un modelo de empresa-estructura, sino más bien en las preocupaciones sobre la influencia a corto plazo de los intereses de los socios. En su opinión, los accionistas han desarrollado un horizonte temporal extremadamente corto, por el cual acaban juzgando el éxito de la corporación y su liderazgo sin mirar ni valorar el largo plazo. En una visión cortoplacista, el objetivo no es otro –y para ello influirían estos socios en los administradores– que el de maximizar el precio de las acciones a corto plazo.
Mantener una visión a corto sin duda puede acabar sesgando las perspectivas de los accionistas y, como resultado, también puede perjudicar la eficiencia a largo plazo de las sociedades. Ahora bien, el socio, el socio minoritario, el mayoritario o de control, el inversor especulador, a la hora de adquirir acciones, a la hora de votar, ¿qué visión atesora, corto o largoplacista? ¿Y hasta qué punto viene mediatizada su decisión por la rentabilidad o maximización instantánea o a corto de su inversión?
De otra parte, las propias teorías de elección pública, con su énfasis en la agregación de preferencias, tienden a favorecer procedimientos de decisión más directos, como iniciativas que permitan la agregación inmediata de preferencias o, en algunos casos, mercados impulsados por elecciones individuales. Pero realizarlos o llevarlos a cabo en el seno o intramuros de una sociedad es una tarea tan ímproba como hercúlea a la vez.
Las reglas han cambiado al dictado de los intereses del mercado, pero también de su último epítome, el gobierno corporativo. Ni todos los socios tienen o persiguen idénticos intereses, ni todas las decisiones son fruto del interés común. Ni todas las acciones de idéntica clase van a atesorar idénticos derechos de voto. Ahora bien, la clave pasa siempre por emisión ex novo de clases de acciones. Acaso la maximización del valor social ¿es una finalidad común y aceptada por todos los grupos de socios con sus particulares intereses egoístas y que conforman la estructura social? El desacuerdo y el interés de socios de control, socios de minoría, inversores institucionales es tan factible como dispar lo es también la visión sobre la gestión de la empresa.
Mas una cosa es el voto, y otra bien distinta, el poder efectivo de ese voto. El cómo se use o se ejercite. Mas ¿serán el voto y las tipologías de voto el revulsivo que resucite cierta democracia accionarial? O simplemente esto ¿no deja de ser un mero desiderátum en esa soterrada lucha o tensión dogmática entre las teorías de primacía del socio y la de la primacía del consejo? ¿Dónde hemos de situar el foco corporativo, en la junta y por extensión en el socio que vota, o en el consejo y la dirección de la empresa?
Las respuestas, qué duda cabe, pueden variar en función de si las prodiga el derecho corporativo o el derecho del mercado. Tras ello, late, sin embargo, una querencia real en pro de una mayor actividad e involucración del socio –significativamente algunos tipos de socios y/o clases de acciones– en la vida de la sociedad, bien a través de modificaciones e impulsos legales, bien a través de los estatutos sociales, bien de pactos intrasocios, bien a través de figuras o mecanismos contractuales que, sin disimular una evidente estrategia de distorsión del voto o la funcionalidad de lo que es y debe ser el derecho de voto, están siendo capaces de disociar aritmética y proporcionalmente los riesgos económicos frente a los riesgos políticos, graduando e intensificando unos y reduciendo o minusvalorando otros, y erigiéndose en un perfecto mecanismo de test de presión a las normas jurídicas y prácticas societarias, como es, por ejemplo, el risk decoupling.
Abel Veiga es profesor y decano de la facultad de Derecho de Comillas Icade
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