Ideas concretas para una transición energética justa
El plan de descarbonización no debe ignorar el coste para las rentas más bajas, cuyo ‘no’ puede hacerlo fracasar
En apenas unos años la lucha contra el cambio climático ha pasado de cuestión de nicho a prioridad vertebradora de la agenda política global. Empezó la Unión Europea que, en 2019, adoptó un Pacto Verde Europeo con el objetivo de ser el primer continente climáticamente neutro en 2050. Tras la pandemia, redobló su ambición y presentó la estrategia Fit for 55 donde incrementaba los objetivos de reducción de emisiones para 2030 y los acompañaba de legislación para cumplirlos. EEUU ha vue...
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En apenas unos años la lucha contra el cambio climático ha pasado de cuestión de nicho a prioridad vertebradora de la agenda política global. Empezó la Unión Europea que, en 2019, adoptó un Pacto Verde Europeo con el objetivo de ser el primer continente climáticamente neutro en 2050. Tras la pandemia, redobló su ambición y presentó la estrategia Fit for 55 donde incrementaba los objetivos de reducción de emisiones para 2030 y los acompañaba de legislación para cumplirlos. EEUU ha vuelto al Acuerdo de París y aprobado el mayor paquete legislativo de su historia para incentivar las inversiones en tecnologías clave para la transición. Y España, considerando la legislatura que se cierra y lo visto en los discursos de la mayoría de sus líderes políticos durante las últimas semanas, no se ha quedado atrás. Así, en la reciente actualización del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (Pniec), la reducción de emisiones para 2030 se ha incrementado un 40%. Pero cuando uno mira con detalle aprecia cierta desconexión entre los objetivos ambiciosos y el desarrollo de las políticas para alcanzarlos: no parece que con las políticas vigentes vaya a ser suficiente.
Una manera, especialmente evidente en campaña, de explicar esta desconexión es la creciente percepción de los costes que supondrá para la población esta transición en el corto plazo, mientras que los beneficios solo serán visibles en el largo. Si bien hay un amplio consenso sobre la necesidad de actuar contra el cambio climático, este apoyo disminuye hasta volverse minoritario cuando se trata de medidas concretas para abordarlo con impacto económico directo en los individuos y las empresas, como los impuestos o las prohibiciones.
Y es que, aunque todos vamos a pagar los costes de la transición, algunos grupos de población están especialmente expuestos y, dado que dichas políticas ya están en el top de la agenda política, esto se vuelve más evidente. En el caso de los impuestos, que incrementarán el precio de la energía, el impacto será mayor en los hogares vulnerables y los residentes en áreas rurales. En estas zonas, la necesidad de viajar distancias más largas, la escasez de opciones de transporte público y un clima continental más frío amplifican dicho impacto.
Para los hogares más vulnerables, este se multiplica ya que destinan una mayor proporción de sus ingresos a suministros energéticos básicos. A esto hay que añadir que alternativas como la adquisición de un coche eléctrico o la rehabilitación de la vivienda para hacerla más eficiente, son inalcanzables para ellos al no contar con recursos suficientes para el desembolso inicial.
Por tanto, es crucial establecer políticas que permitan aliviar la carga que supone la transición en el presupuesto de las familias sin distorsionar la señal de precios, clave para conservar los incentivos económicos para reducir las emisiones de carbono. Una posible vía para lograrlo, que cabría en la próxima legislatura, es establecer un sistema de transferencias libres de impuestos en la declaración de la renta tal y como ha hecho Canadá con el Climate Action Incentive Payment. Bajo este esquema las familias reciben un pago para compensar el coste de los impuestos nacionales sobre el carbono y la contaminación cuya cuantía depende de la situación personal (estado civil, número de hijos) y de la provincia en la que se reside (las personas que viven en zonas rurales reciben un 10% más). No obstante, el pago es independiente del nivel de renta, lo que significa que los hogares con menor consumo energético, generalmente los de menores ingresos, se beneficiarán más de la medida que aquellos con mayor consumo.
En paralelo, las ayudas que ya existen en España destinadas a posibilitar las inversiones en cambios de equipos (bombas de calor, vehículos eléctricos) y rehabilitación de viviendas, además de las que nos quedan por activar en los próximos años, deberían adaptarse y estar focalizadas siguiendo criterios de renta para que lleguen a quien verdaderamente las necesita. Si no, son simplemente subvenciones para familias con mayor información y recursos para iniciar este tipo de inversiones y que, por tanto, suponen un uso ineficiente de los recursos públicos.
Pero solo con ayudas no se cimenta una economía, ni nacional, ni la de un hogar: la transición hacia una economía baja en CO2 también va a suponer un coste en términos de empleo en las industrias basadas en combustibles fósiles y en aquellos sectores cuyas cadenas de valor y productos han de cambiar radicalmente, algo que impactará sobre los trabajadores de los mismos. El sector del automóvil, nuestra exportación central fuera del turismo y uno de los mayores generadores de empleo de este país, es uno de ellos. Para hacer frente a este desafío el Instituto para la Transición Justa, organismo creado en 2020 con el objetivo de identificar y adoptar medidas que minimicen los impactos negativos sobre el empleo y la despoblación de los territorios en la transición hacia una economía baja en carbono, debe tener un papel central. En particular, se deberán extender los convenios de transición justa, una herramienta de cogobernanza que busca la coordinación de las administraciones públicas y el desarrollo de instrumentos de apoyo para reactivar aquellas zonas donde la descarbonización pueda afectar a la actividad económica. Además, habría que ampliar los acuerdos sectoriales, como el desarrollado para las centrales térmicas en cierre, a otras industrias en riesgo. Estas actuaciones deben estar basadas en tres pilares: la recolocación de trabajadores, actuaciones de formación y recualificación, y la búsqueda de actividades industriales alternativas para las zonas afxectadas. De este modo podremos minimizar el impacto sobre la economía de los territorios y trasladar la fuerza laboral a sectores emergentes como energías renovables o rehabilitación de viviendas.
La urgencia de actuar para frenar el cambio climático es innegable, pero a la luz de lo aquí expuesto y de lo que empieza a pulsarse en la sociedad española, la ruta hacia un mundo sostenible pasa por no subestimar el impacto social de la transición. De hacerlo, además de incurrir en una injusticia, nos enfrentamos a un rechazo que puede dificultar, e incluso imposibilitar, el avance en la descarbonización. Tendemos a citar movimientos como los chalecos amarillos en Francia en 2018 como recordatorio de las tensiones que pueden surgir cuando los costes recaen desproporcionadamente sobre aquellos con menor capacidad de hacerles frente, pero no nos olvidemos de que en nuestro país tuvimos protestas organizadas por los profesionales del transporte tras la escalada del precio de los combustibles en marzo del año pasado. En España, como en el resto del mundo, la transición solo será posible si es justa y por eso no podemos permitirnos dejar a nadie atrás. Las tres acciones que proponemos arriba, concretas, implementables y políticamente viables, nos ayudarían a avanzar en esta dirección.
Natalia Collado Van-Baumberghen es economista investigadora de EsadeEcPol
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