El precio irrisorio en las ventas concursales: implicaciones, control registral y la salvaguarda del interés del concurso
La venta a un precio vil, incluso en un contexto de liquidación forzosa, traiciona el principio de conservación de valor que debe inspirar toda actuación de la administración concursal

En el complejo entramado de las ventas concursales, un concepto que ha emergido con fuerza, generando debate y requiriendo una cuidadosa atención, es el de precio irrisorio. Aunque su definición pueda parecer intuitiva –aquel precio de transmisión de un bien que resulta manifiestamente desproporcionado en relación con su valor real–, sus implicaciones jurídicas, económicas y procedimentales son profundas. Un precio de esta naturaleza no solo perjudica los intereses directos del concurso, afectando tanto al deudor como a la masa de acreedores que esperan la satisfacción, al menos parcial, de sus créditos, sino que también cuestiona la propia finalidad y equidad del proceso de liquidación.
La Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública (DGSJFP), en el supuesto planteado en la resolución de 21 de abril de 2025 (publicada en el BOE de 23 de mayo), abordó con meridiana claridad esta problemática. En dicho caso, un registrador denegó la inscripción de una venta concursal de una finca por un precio de 800 euros, a pesar de que su valor de adquisición había sido de 363.000 euros y su valor catastral era considerablemente superior. La DGSJFP respaldó esta negativa, considerando que el precio pactado era irrisorio, es decir, tan ínfimo que desnaturalizaba la propia esencia de la compraventa y vaciaba de contenido la finalidad liquidatoria del concurso. Este pronunciamiento subraya el papel crucial del control registral. El registrador, como garante de la legalidad, no se limita a una verificación formal, sino que debe calificar la congruencia del título presentado con el plan de liquidación y con las normas imperativas.
Es cierto que el plan de liquidación puede, y a menudo debe, contemplar fórmulas de venta ágiles, incluyendo la posibilidad de enajenar bienes por precios inferiores a los valores de referencia iniciales, especialmente cuando las circunstancias del mercado, el estado del bien, o la urgencia de la liquidación así lo justifiquen. Sin embargo, esta flexibilidad no puede ser un cheque en blanco para la dilapidación del patrimonio concursal. La venta a un precio vil, que no guarda proporción alguna con el valor real del bien, incluso en un contexto de liquidación forzosa, traiciona el principio de conservación de valor que debe inspirar toda actuación de la administración concursal.
Es fundamental recordar que el objetivo último del concurso es proteger los intereses de todos los intervinientes en el sistema: acreedores, deudor, y en ciertos casos, trabajadores y el interés público. La administración concursal, aun gozando de la flexibilidad operativa que le confiere la ley y el plan de liquidación, no puede actuar al margen del interés prevalente del concurso. La venta de activos por precios meramente simbólicos o anecdóticos constituye una grave distorsión del proceso que debe ser prevenida y, en su caso, corregida. El control registral, en estos supuestos, se convierte en una segunda barrera de protección; no debe ser percibido como un obstáculo burocrático, sino como un instrumento de legalidad preventiva que coadyuva a la correcta consecución de los fines concursales.
Sin embargo, la situación es distinta cuando la venta se realiza de forma directa o bajo previsiones del plan de liquidación que no ofrecen las mismas garantías de concurrencia y transparencia que una subasta pública, o cuando el precio es tan extremadamente bajo (como los 800 euros de la resolución comentada) que resulta indefendible desde cualquier perspectiva razonable de mercado, incluso en un escenario de liquidación. En estos casos, el concepto de precio irrisorio mantiene toda su vigencia como límite infranqueable.
En definitiva, admitir la venta de activos concursales por precios irrisorios equivaldría a renunciar a la lógica misma del proceso concursal, que busca una satisfacción ordenada y equitativa de los créditos mediante la realización eficiente del patrimonio del deudor. La legalidad concursal no puede construirse sobre la base de cesiones patrimoniales que carecen de una justificación económica real y que suponen un expolio de la masa activa. Por ello, toda operación de liquidación debe examinarse no solo desde el punto de vista de su conformidad formal con el plan aprobado, sino también en cuanto a su coherencia con los fines sustantivos del concurso: la maximización del valor para los acreedores y la preservación de la integridad del procedimiento.
El precio irrisorio es, así, una figura límite que no puede ni debe normalizarse. Su detección y el consecuente rechazo a la inscripción de transmisiones basadas en él son deberes que incumben a todos los actores del procedimiento concursal: desde la administración concursal, que debe procurar la mejor realización posible; el juez del concurso, que aprueba el plan y supervisa su ejecución; y, de manera particular, el registrador de la propiedad, cuya función calificadora, como se ha visto, no se agota en la mera verificación formal de los documentos presentados, sino que se extiende a la tutela efectiva de los principios estructurales que rigen tanto el sistema registral como el concursal, asegurando que la fe pública registral no ampare transmisiones patrimoniales desnaturalizadas.