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Cine y derecho
Tribuna
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El cine jurídico de Sidney Lumet

En su filmografía dos películas brillan con luz propia para los aficionados al cine y al derecho: ‘Doce hombres sin piedad’ y ‘Veredicto final’

12 hombres sin piedad, de Sidney Lumet.

Si tuviésemos que escoger a un director que ha tratado la justicia en sus películas siempre se nos viene a la cabeza un nombre: Sidney Lumet. Perteneciente a la denominada “generación de la televisión”, cineastas que empezaron en la televisión y dieron el salto al cine (John Frankenheimer, Arthur Penn, Robert Altman), el cine de Lumet no necesitaba efectos especiales ni cámaras veloces. Su terreno era más discursivo: la palabra, el gesto, la duda razonable.

En su filmografía dos películas brillan con luz propia para los aficionados al cine y al derecho: Doce hombres sin piedad (1957) donde nos sumerge en la sala de deliberación del jurado, y Veredicto final (1982) nos hace identificarnos un abogado derrotado que lucha por algo de justicia. Ambas películas definen lo mejor del cine jurídico, pero también revelan la obsesión de Lumet: desnudar la maquinaria institucional cuando esta ha olvidado su propósito.

En Doce hombres sin piedad (1957), su primer largometraje, Lumet prescinde de música, cambia apenas de decorado, y, sin embargo, logra una tensión casi insoportable. Lo que está en juego no es solo la vida de un acusado, sino el sentido mismo del veredicto colectivo. Cada jurado representa un sesgo social: racismo, clasismo, desinterés. Solo la perseverancia de un hombre, Henry Fonda, símbolo del ciudadano ético, evita una condena precipitada. Es una película sobre el poder de la razón cuando se enfrenta al automatismo de la mayoría. La justicia, sugiere Lumet, no reside en el sistema, sino en quienes deciden no abdicar del pensamiento.

Veinticinco años después, en Veredicto final (1982) Paul Newman interpreta a un abogado caído en desgracia que encuentra en un caso médico la posibilidad de redimirse. El guion de David Mamet transforma la sala de vistas en un escenario casi litúrgico: cada testimonio, cada objeción, cada silencio contiene un dilema moral. Pero aquí, a diferencia de en Doce hombres sin piedad, el enemigo no es el prejuicio individual, sino la maquinaria jurídica profesionalizada, los despachos con medios económicos y materiales y al servicio del poder. Lumet no denuncia al sistema como corrupto; lo retrata como vacío de propósito, salvo el de proteger a los poderosos.

Este enfoque no es casual. En toda su obra, Lumet pone en tela de juicio a las instituciones: la policía en Serpico (1973) o El príncipe de la ciudad (1981), los medios de comunicación en Network (1976), y en su despedida, la trágica y espléndida Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), hasta la familia es un campo minado de traiciones. El sistema, critica Lumet, ha dejado de ser garante de justicia para convertirse en una estructura de supervivencia, donde las reglas existen para quienes no pueden saltárselas.

Y, sin embargo, en el cine jurídico de Lumet todavía existe una esperanza, la de que el ejercicio de la duda, la palabra dicha en el momento preciso o el acto de valentía individual pueden, al menos por un instante, reinstaurar el sentido de justicia. No es una fe en el sistema, sino en la resistencia de quien decide no dejarse arrastrar por él.

Lumet no filmó juicios por entretenimiento ni con afán dramático. Los filmó para que nos reconociéramos como esa parte del jurado o de los abogados que participan honestamente en una cuestión tan delicada y tan fundamental para nuestra sociedad como es la de administrar justicia.

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