El caso Suno y la batalla por los datos
La reciente resolución judicial dictada por un tribunal de Massachusetts coloca en el centro del debate la licitud del uso de obras protegidas para entrenar modelos de inteligencia artificial generativa

¿A quién pertenecen las gotas del océano? Algunos dirán que a nadie, o acaso a Dios. La pregunta, trasladada al siglo XXI, nos interpela de otro modo: ¿de quién es la creatividad humana convertida en algoritmo? Una mirada con resonancias schmittianas sugeriría que los datos pertenecen, en la práctica, a quien detenta el poder de organizarlos, procesarlos y convertirlos en inteligencia artificial. No se trata ya de propiedad formal, sino de soberanía funcional: el poder de definir qué se transforma, cómo y con qué consecuencias. Ahí comienza la verdadera cuestión política: ¿quién gobierna estos sistemas y bajo qué principios se justifica su acceso a la inteligencia colectiva?
La reciente resolución judicial que obliga a Suno AI a permitir la inspección de sus datasets va mucho más allá del ámbito procesal. Dictada el 28 de marzo por un tribunal de Massachusetts, esta decisión coloca en el centro del debate la licitud del uso de obras protegidas para entrenar modelos de IA generativa.
Mientras tanto, en el plano político y comunicativo, OpenAI ha activado una potente estrategia discursiva para promover el right to learn y el freedom of intelligence, presentándolos no solo como derechos emergentes, sino como los cimientos de una nueva Grundnorm del ecosistema digital.
El primero se plantea como un principio estructural que permite equilibrar ciertos aspectos del derecho de autor con el interés público —y también estratégico— en el desarrollo tecnológico y la seguridad nacional. El segundo defiende la libertad de acceder a la AGI y beneficiarse de ella, sin que gobiernos autoritarios o la propia burocracia impidan su provecho.
La coincidencia temporal entre el litigio de Suno y la ofensiva conceptual de OpenAI no es casual: el primero representa la tensión jurídica del presente; el segundo, el intento de establecer una nueva legitimidad normativa. Juntos configuran los contornos de un cambio de paradigma, donde el acceso, el aprendizaje podrían, en determinadas condiciones, prevalecer sobre la apropiación exclusiva.
Suno, por su parte, en su contestación a la demanda, usa términos como “nueva música”, “canciones originales” y afirma que su modelo no se desarrolló “en el vacío”, reconociendo, así, que toda obra, humana o artificial, trae causa de un legado cultural que la precede.
La pregunta que subyace es: ¿Puede una IA “crear” música a partir de obras protegidas sin infringir la ley?
Suno propone un enfoque donde la música se reduce a una sintaxis matemática, un alfabeto numérico capaz de generar infinitas variaciones. “Nadie es dueño de los estilos musicales”, arguye Suno. Del mismo modo que nadie puede arrogarse la propiedad de la sintaxis de una lengua, Suno sostiene que acordes, escalas y géneros —jazz, ópera, rap— constituyen elementos estructurales compartidos. Su argumento: no copio obras, aprendo de ellas, las transformo. En definitiva, creo algo nuevo, amparado en la doctrina estadounidense del “fair use”.
Las discográficas exponen una preocupación legítima: el acceso masivo a sus catálogos, sin compensación alguna. Su demanda no se centra tanto en el output de la IA (salvo menciones ej. Johnny B. Goode), sino en los datos de entrada (Plaintiffs are not . . . alleging that these outputs themselves infringe the Copyrighted Recordings). De ahí que la inspección de los datasets sea crucial: si se detecta que Suno ha utilizado 662 obras (según la demanda) en forma de copias literales o porciones reconocibles, la defensa de Suno podría verse perjudicada, sobre todo en un proceso que se dirimirá con jurado.
Por otro lado, Suno no niega que, durante el entrenamiento de su modelo, pudiera haber incorporado a gran escala obras pertenecientes a los catálogos de las discográficas demandantes. Sin embargo, desplaza el eje del debate hacia una cuestión más profunda: si el uso de esas obras puede considerarse lícito. Así, se presenta no como infractor, sino como agente de innovación, invocando precedentes jurisprudenciales que han legitimado usos similares.
Además, la demandada pone en evidencia una dificultad clave para los demandantes: la magnitud del conjunto de datos hace que identificar cada caso concreto de supuesto uso ilícito sea una tarea hercúlea y potencialmente costosa, lo que debilita estructuralmente la narrativa de infracción masiva en la que se apoya la demanda.
El auténtico desafío jurídico y filosófico consiste en reconciliar dos polos que, a priori, parecen antagónicos: la expansión de la IA como nuevo gran protagonista de la cultura, y la justa retribución a los creadores cuyos trabajos nutren ese proceso de aprendizaje.
No se trata solo de tecnología, sino de soberanía cultural y control sobre los nuevos medios de producción simbólica. Si los datos son el nuevo mar digital, debemos preguntarnos si estamos dispuestos a convertirlos en un bien común o si seguiremos tratando cada gota como propiedad exclusiva.