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En colaboración conLa Ley
Reforma procesal
Tribuna
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Ese diluido derecho procesal: a propósito de los criterios de unificación en torno a los MASC

Los acuerdos de magistrados, jueces o letrados de justicia son una herramienta útil, no obstante, no pueden utilizarse para legalizar lo que la ley no dice o lo que la ley dice mal

Estatua de la señora justicia en el escritorio de un juez o abogado.

El derecho procesal es “uno”, no muchos, “uno”, uno para toda España porque la legislación procesal —por ahora— es competencia exclusiva del Estado (artículo 149.1. 6.ª CE) sin perjuicio de las matizaciones excepcionales que el Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de ir perfilando en su doctrina (por todas: Sentencia 44/2019, de 27 de marzo de 2019).

Lo anterior tiene sentido si recordamos que el derecho procesal es una manifestación expresa y directa del Estado de Derecho (artículo1.1. CE) y que su cometido es arropar al conflicto jurídico de las máximas garantías, incluidas, por supuesto, también las constitucionales.

Además de lo anterior, el derecho procesal se levanta sobre el llamado principio de legalidad procesal, un principio hoy en horas bajas que, sin embargo, es tan importante y fundamental que basta leer el artículo 1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil para comprobar lo presente que lo tiene el legislador.

Un derecho procesal, un derecho procesal construido sobre el principio de legalidad, un derecho procesal como herramienta para la salvaguarda del Estado de Derecho y, no obstante, cada semana, desde hace algunas, y con ocasión de la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, nos despertamos con algún criterio o compendio de los mismos para la unificación interpretativa, localista o regional, de la regulación normativa de los controvertidos MASC —Ley nacional—.

Barcelona, los juzgados de familia de Madrid, Granada… Las taifas judiciales —que siempre han existido— resurgen con fuerza para intentar salvar las contradicciones —y errores— de una ley (la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero) que es hija de su tiempo político, es decir, de la improvisación, de la velocidad de los órdagos parlamentarios y, al fin, de la falta de madurez y consenso. Prisas normativas, lentitud judicial. Y, por supuesto, inseguridad jurídica.

Los acuerdos de magistrados, jueces o letrados de la administración de justicia son una herramienta útil, con reconocimiento legal y reglamentario que, no obstante, no pueden utilizarse para legalizar lo que la ley no dice o lo que la ley dice mal, haciendo derrapar a la soberanía por las curvas de lo infrarreglamentario.

Un juez no puede ni debe legislar, debe aplicar e interpretar, que son cosas distintas, y debe hacerlo siempre con respeto al margen de abstracción y generalidad que se predica de ordinario de una norma jurídica.

Ni el abogado ni el procurador deben ir con la guía turística judicial de los nuevos criterios interpretativos de cada partido, provincia o especialidad de orden jurisdiccional, para poder litigar o intentar no hacerlo. Viendo cuál es el menú impuesto o cómo se tienen que ordenar los cubiertos, la servilleta, el mantel. Sirva la metáfora para advertir de los riesgos de esta gran ensalada en la que el respeto a la legalidad brilla por su ausencia.

Conviene concluir recordando el comienzo: el derecho procesal es “uno”, no muchos, “uno”. Si los tribunales proseguimos en esta labor, indiscutiblemente bondadosa, pero ante tanta pluralidad variopinta ahora peligrosa, de desbrozar el proceso español para intentar homogeneizar la práctica localista habremos cometido el mayor error: renunciar a la ley que, al fin, es la ley para todos, también para nosotros, y con sus defectos. Una ley, no muchas.

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