En defensa del respeto a las instituciones
Como sociedad no debemos caer en la tentación pueril e inmadura del insulto a los individuos que, como integrantes de un órgano, deben tomar decisiones de trascendencia política, social o económica.
En derecho, en las relaciones humanas, en la vida, etc., la forma es fundamental como mecanismo de expresión de ideas. No es relevante sólo lo que se dice, sino antes cómo se dice, a través de qué marco de comunicación, con qué herramientas. La cortesía o las fórmulas de respeto forman parte de la educación básica y esencial de cualquier ser humano, es un presupuesto irrenunciable que nos permite salvaguardar la vida en sociedad, de manera pacífica y cordial, desde la tranquilidad que supone saber el respeto del adversario hacia uno mismo. Y esto es así porque las personas somos dignas, valorables y protegibles por nuestra sola consideración de personas: la dignidad es mucho más que un fundamento del orden político, es un fundamento de la paz social (artículo 10.1 de la Constitución Española).
Por lo anterior, y en estos tiempos de red social, odio con avatar, desinformación e irresponsabilidad política y profesional, entristece comprobar cómo todos nos arrojamos al oleaje de la crítica hacia el sujeto, ambicionando la deslegitimación sobre la base del argumento ad hominem, es decir, de aquel que ataca la autoría de un argumento por razón de la persona que lo emite, omitiendo la única y más justa impugnación que se puede hacer de una tesis, que son las razones que la sirven de argumento. Sí. Lo trascendental de una decisión, sobre todo jurídica, no es quién la emite sino por qué, los fundamentos que la sostienen.
La cuestión política y jurídica de la amnistía ha creado un notable debate social. Era previsible. Sin embargo, una vez publicada en el Boletín Oficial del Estado la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña. El cuestionamiento jurídico de la norma (absolutamente legítimo) debe desenvolverse a través de los cauces formales previstos (aplicación o no de la ley por los órganos jurisdiccionales, planteamientos en su caso de cuestiones de prejudicialidad, enjuiciamiento de constitucionalidad por el Tribunal Constitucional, etc.) Lisa y llanamente: aplicación estricta de las reglas del juego que nos dimos en 1978.
En esta aplicación, que no es otra cosa que el Estado de Derecho (artículo 1.1 de la Constitución) en ordinario funcionamiento, habrá decisiones y resoluciones que gustarán más o menos, que podrán ser criticadas, que se explicarán mejor o peor a la opinión pública pero que,no debemos olvidarlo, responden a la producción previsible y razonable de nuestro sistema democrático. Un sistema mejorable (seguramente) pero también envidiable.
Como sociedad responsable y democrática no debemos caer en la tentación pueril e inmadura del insulto a la persona, en el insensato desprecio a los individuos que, como integrantes de un órgano, deben tomar decisiones de trascendencia política, social o económica. Todo esto es inútil, infantil y sólo nos conducirá a una mayor polarización con detrimento inexorable de nuestro marco de convivencia. Nos arrepentiremos.
La crítica (que debe existir) ha de ser constructiva, centrada en los argumentos utilizados por los decisores, y, siempre y bajo toda condición, emitida con respeto y sin menoscabo de la dignidad de las personas que asumen la responsabilidad de tomar la última palabra.
En democracia la crítica es imprescindible, pero la crítica objetiva, la que se ocupa de los porqués de las cosas y no de la autoría de las mismas. No importa quién sea el presidente, el ponente o el integrante de una sala de justicia. Importa la sentencia, y principalmente su motivación, su construcción intelectual. Eso sí es atacable, con respeto.
Con respeto, siempre.
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