La Brújula de la Competitividad: Europa en la encrucijada

En un mundo donde el poder se mide en algoritmos, microchips y subsidios estatales agresivos, el Viejo Continente parece un gigante tambaleante

Los logotipos de Deepseek y OpenAI se ven en esta imagen tomada el 27 de enero de 2025.Dado Ruvic (REUTERS)

La irrupción de la inteligencia artificial generativa (IAG) “low-cost” china DeepSeek ha provocado un terremoto con dos potenciales consideraciones. La primera afecta al propio mercado de las IAG. Los cálculos sobre inversiones y potenciales retornos de las hasta ahora grandes oligopolistas del sector han tenido que rehacerse. La incertidumbre es máxima y, con ello, la volatilidad del mercado. Nada que deba preocuparnos si entendemos este hecho como un paso más hacia la maduración y consolidación de un mercado que busca su tendencia a largo plazo.

La segunda consideración, sin embargo, debe preocuparnos más. Hasta ahora, cuando se hablaba de IAG o de tecnología, se hablaba sobre la dificultad de acceder a un mercado donde los norteamericanos nos llevan claramente ventajas como algo insalvable a corto plazo. Las barreras de entrada, concretadas en economías de escala y de acceso a la tecnología se conspiraban considerables, tanto que hacían pensar como casi imposible crear una OpenAI europea capaz de competir con las grandes estadounidenses. Pero los chinos nos han enseñado, eso parece, que no es así. Y nos han adelantado por la derecha.

Coincidiendo con el preciso momento de producirse este terremoto, la Comisión Europea publicaba su Brújula para la Competitividad, que entre otros objetivos propone eliminar esta brecha mediante la conquista de mercados. Una alabada empresa que se convierte en la enésima declaración a tal efecto, tras los informes de Mario Draghi y Enrico Letta.

Y es que Europa siempre se ha visto a sí misma como un faro de progreso: inventó la imprenta, iluminó la Ilustración, lideró la Revolución Industrial. Pero hoy, en un mundo donde el poder se mide en algoritmos, microchips y subsidios estatales agresivos (no nos olvidemos de qué va esta nueva revolución industrial y tecnológica), el Viejo Continente parece un gigante tambaleante.

Todas estas cuestiones se combinan sobre un hecho incuestionable: que la preocupación en Europa es y debe ser máxima, ya que el desafío no es solo económico, sino particularmente existencial. Europa se juega o terminar de abrazarse como proyecto común o, por el contrario, desgarrarse en pedazos identitarios. Y aunque parezca una cuestión lejana para esta cuestión, DeepSeek nos ha vuelto a zarandear.

Desde luego que el futuro competitivo del continente no es independiente de esta cuestión: mientras Estados Unidos despliega un proteccionismo tecnológico con la Chips Act (con más de 52 mil millones de dólares para dominar la fabricación de semiconductores) y China subsidia a sus campeones nacionales, la UE lucha por encontrar una voz unificada. El 25% de los escaños en el próximo Parlamento Europeo podrían ser ocupados por partidos euroescépticos, y gobiernos como el de Hungría o Eslovaquia desafían abiertamente a la propia razón de ser de la Unión.

La paradoja es que Europa sabe lo que debe hacer. Lo ha escrito en informes, lo ha debatido en cumbres, lo ha plasmado en planes. Innovar más, digitalizar más, descarbonizar más. Pero entre el diagnóstico y la acción se alza un muro de contradicciones internas. La UE quiere ser pionera en energías limpias, pero sus empresas pagan más por la electricidad que las estadounidenses. Mientras Bruselas impone estrictas normas medioambientales, China vende paneles solares a precios de dumping.

El problema se agrava con el envejecimiento demográfico y la fuga de talento. Uno de cada tres europeos tendrá más de 65 años en 2050 y, mientras, exportamos talento.

Leía hace pocos días que en Bruselas los países son clasificados en dos grupos: aquellos países que son pequeños y aquellos que no saben que lo son. Esto nos lleva a que en este mundo la pelea por la tecnología, la productividad y el bienestar solo será posible en una Europa unida donde cada uno de los países, por separado, no tendrá oportunidad alguna.

Pero la falta de mercado único es el siguiente problema. Hay 27 mercados digitales, 27 normas sobre IA y 27 regímenes fiscales. Mientras, China y Estados Unidos actúan como bloques monolíticos. El resultado es previsible: de las 100 mayores empresas tecnológicas del mundo, solo 8 son europeas. A esto sumemos la burocracia, factor que limita y mucho el crecimiento: instalar un parque eólico en Europa tarda nueve años de media por trámites administrativos; en Estados Unidos, cinco.

Sin embargo, Europa mantiene fortalezas significativas. El 40% de las patentes mundiales en hidrógeno son europeas. La clave, según la Brújula, está en especializar, no en imitar. El Next Generation EU —el fondo de 750.000 millones para la recuperación post-COVID— demostró que compartir deuda es posible. La compra conjunta de gas tras la invasión rusa de Ucrania evidenció la fuerza de la unidad.

La salida existe, pero requiere replantear el relato: hacer la integración tangible. Cuando una arquitecta portuguesa desarrolla proyectos sostenibles en Estocolmo sin necesidad de homologar su título, cuando un parque eólico marino en Dinamarca suministra energía limpia a industrias en Austria a través de una infraestructura continental integrada, cuando una startup estonia comercializa sus aplicaciones de inteligencia artificial en Barcelona sin barreras administrativas, la Unión Europea se transforma de un distante entramado burocrático en un catalizador de progreso y desarrollo.

Esta transformación exige medidas audaces que la Brújula apenas esboza. Pero el momento es crítico. La competencia global se intensifica, y las tensiones geopolíticas amenazan con redefinir las cadenas de valor mundiales. Europa no puede permitirse otro ciclo de indecisión y medidas a medias. La historia demuestra que el continente avanza a golpe de crisis, pero esta vez el margen de error es mínimo. Si no se actúa con decisión, la próxima década podría ver a Europa convertida en un museo industrial, rico en patrimonio, pero pobre en innovación.

El futuro que se juega no es solo el de rankings económicos o cuotas de mercado. Es el de un modelo que demostró que es posible crecer sin dejar a nadie atrás, innovar sin privatizar los beneficios, y competir sin incendiar el planeta. Como advirtió Jean Monnet: “Nada se logra sin crisis, pero nada dura sin consenso”. La Brújula marca el norte. Ahora Europa debe decidir si navega unida o cada país rema en su dirección, sabiendo que, en un mundo de gigantes, solo unidos se puede ser gigante.

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