Trump como síntoma: la geografía del descontento

Las áreas que han experimentado un declive económico prolongado son las que expresan su desazón en las urnas

El presidente de EEUU, Donald Trump, hablando durante un mitin de campaña en Grand Rapids, Michigan (Estados Unidos) el 5 de noviembre de 2024.CJ GUNTHER (EFE)

Los resultados electorales que dieron la victoria a Donald Trump han generado numerosos análisis que buscan comprender los motivos de su elección. Su controvertida personalidad genera fuertes reacciones en todos los sectores, y su marcado perfil populista hace necesario examinar las circunstancias que llevaron a aproximadamente 60 millones de estadounidenses a apoyar su candidatura con su voto.

Es claro que no hay una explicación única para este fenómeno. Se trata de un conjunto de causas complejas que, si bien pueden compartir elementos con situaciones similares en otros países, están claramente moldeadas por el contexto específico estadounidense. No obstante, Trump como fenómeno político presenta similitudes con otras experiencias, incluso en Europa, que han captado el interés de expertos en ciencias políticas, sociología y economía.

Es evidente que, en los últimos años, hemos presenciado un auge del populismo y opciones políticas antisistema que han sacudido los cimientos de las democracias occidentales. El mismo Trump, el Brexit en Reino Unido, y el ascenso de partidos populistas de extrema derecha en Europa son manifestaciones de un fenómeno profundo. Como he adelantado, las causas son variadas y complejas, pero alguna regularidad empírica ha tratado de aislarse, y por ello algo se puede apuntar. Por ejemplo, y según algunos autores, una de esas causas podría descansar en lo que llamaríamos la rebelión de los territorios que se sienten abandonados por el sistema económico actual.

Durante décadas, se ha sostenido que el futuro es de las grandes ciudades, donde lo que llamamos las economías de aglomeración y de densidad generan mayores niveles de productividad e innovación. Dichas economías atraen capital humano, físico y tecnológico, impulsando por lo tanto su eficiencia y productividad. Así, si esto fuera cierto, la mejor estrategia sería apostar por las áreas más dinámicas y facilitar la movilidad de personas desde zonas en declive hacia estos polos de crecimiento.

Sin embargo, la evidencia nos señala que esta perspectiva ha ignorado dos realidades fundamentales. En primer lugar, la capacidad y disposición de las personas para trasladarse es mucho menor de lo que sugieren los modelos económicos. Los vínculos emocionales con el territorio, la edad, la falta de cualificaciones adecuadas y los costes asociados al traslado hacen que muchos habitantes de zonas en declive no puedan o no quieran mudarse a áreas más prósperas. De eso sabemos mucho en España, donde bolsas importantes de desempleo permanecen ancladas al territorio cuando en otros puntos geográficos del país hay falta de empleo. Para amplificar esta falta de movilidad, las políticas tradicionales basadas en transferencias y subsidios han creado economías asistidas que, lejos de resolver los problemas estructurales, han generado dependencia y frustración.

El resultado ha sido una geografía del descontento que, según algunos economistas especialistas en estas cuestiones, como Andrés Rodríguez Pose, se manifiesta en el comportamiento electoral. Sin embargo, contrariamente a lo que podría esperarse, no es la desigualdad interpersonal dentro de las ciudades lo que está impulsando este fenómeno. Las áreas más desiguales, típicamente las grandes urbes, han tendido a votar contra opciones populistas. En Nueva York, Londres o París, los barrios más ricos y los más pobres han votado de manera similar contra opciones antisistema.

Todo apunta a que es la división territorial la que cuenta. Son las áreas que han experimentado un declive económico prolongado - antiguas zonas industriales, ciudades medianas y pequeñas, y áreas rurales - las que están expresando su descontento en las urnas. Este patrón se observa tanto en Estados Unidos, donde el voto a Trump fue especialmente fuerte en el “Rust Belt” y las zonas rurales, como en Europa, donde el apoyo a partidos populistas de extrema derecha es mayor en regiones que han sufrido desindustrialización y pérdida de empleos.

A esto hay que sumar factores como la raza y la inmigración, que parecen interactuar de manera compleja con las condiciones económicas. En Estados Unidos, el declive económico y el aumento de las desigualdades han impulsado el voto a Trump principalmente en condados con mayor proporción de población blanca. Los datos muestran que, en condados con similar trayectoria económica, aquellos con mayor diversidad racial tendieron a votar por los demócratas. En Europa, el apoyo a partidos populistas de extrema derecha es más pronunciado en áreas con alto nivel de inmigración que han experimentado estancamiento económico, sugiriendo que las tensiones culturales se exacerban en contextos de deterioro económico.

Es importante señalar que las políticas públicas no han estado ausentes en estas regiones. Los Gobiernos han intentado abordar estos desequilibrios territoriales mediante transferencias, empleo público y proyectos de inversión. Sin embargo, estas intervenciones a menudo han resultado en “elefantes blancos” —proyectos costosos con limitado impacto económico— o han creado dependencia de las ayudas estatales sin generar un desarrollo económico sostenible.

¿Cuál es la potencial solución a este desafío? Sea la que fuere, esta no puede ser ni abandonar estas áreas a su suerte ni continuar con políticas asistencialistas que han demostrado ser ineficaces. Es obvio que son necesarias políticas territoriales sensibles al contexto local que busquen aprovechar el potencial de cada región. Esto implica combinar inversiones en capital humano y físico con mejoras institucionales y medidas que faciliten la innovación y el emprendimiento.

El desafío es especialmente urgente porque el voto protesta de estas regiones está amenazando las bases del crecimiento económico tanto en las áreas prósperas como en las que están en declive. El Brexit afectará negativamente tanto a Londres como al norte de Inglaterra, y las políticas proteccionistas de Trump pueden perjudicar tanto a los estados del Rust Belt como a las costas más dinámicas.

Así pues, la geografía del descontento no es simplemente un problema de desigualdad interpersonal o de territorios abandonados. Es el resultado de décadas de políticas que han ignorado el potencial de desarrollo de muchas regiones y han asumido que la concentración económica en grandes ciudades beneficiaría automáticamente a todos. Revertir esta tendencia requiere un nuevo enfoque que reconozca que cada territorio tiene potencial de desarrollo y que el crecimiento inclusivo es tanto una necesidad económica como política. El futuro de nuestras democracias puede depender de nuestra capacidad para diseñar e implementar políticas que aborden efectivamente estos desequilibrios territoriales.


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