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¿Controlar precios? Mejor pensarlo antes

El precio de cualquier producto responde a la suma de tres componentes: costes de las materias primas usadas, costes laborales unitarios y márgenes

Getty Images

Una vez más, y como suele ser habitual en estas situaciones, las preferencias por el control de ciertos precios han sido reveladas como método para la lucha contra la inflación. Concretamente la ministra Ione Belarra y el diputado Pablo Echenique han sido claros en sus preferencias a favor de estas medidas.

Es más, el último de los dos dejaba claro en una reciente entrevista a RTVE que controlar los precios en un entorno de inflación elevada es lo necesario pues, como dijo “es hacer lo mismo que se hizo con las mascarillas”. Además, se ha comparado esta medida con la del tope al gas, argumentándose que si una funcionaba la otra lo haría también.

Es evidente, sin embargo, que existen serias lagunas en el análisis tanto de las diferencias entre las medidas planteadas como de las consecuencias de estas. Estas lagunas son muy habituales, pues no estamos hablando de cuestiones muy intuitivas y que exigen que estas sean reflexionadas en el marco de estudio de la ciencia económica.

Como la ministra o el diputado no son versados en economía, y para el resto de quienes quieran comprender dichas diferencias y consecuencias, tomando prestado el argumento a mi querido amigo Daniel Fuentes, desarrollo algunas cuestiones en los siguientes párrafos.

En primer lugar, un control de precios supone imponer, en este caso, un límite máximo al mismo en uno o varios productos negociados en los mercados. Es una medida que suele ser efectiva, en el sentido de que si impido por ley que un precio pueda superar un determinado límite éste no lo hará. Sin embargo, que sea una medida efectiva no quiere decir que sea la óptima.

El precio de cualquier producto responde a la suma de tres componentes: costes por producto de las materias primas usadas, costes laborales unitarios y márgenes por unidad de producto. Lo que hemos experimentado en estos meses, y por lo que se inició un proceso de inflación desconocido en décadas se debió al aumento desorbitado del primero de ellos, - principalmente costes energéticos y de combustibles-.

Así, si ante esta situación impedimos por ley que los precios se ajusten, se obligaría a las empresas a reducir los otros dos componentes. Pero, como la evidencia nos cuenta machaconamente, un límite máximo de precios reduciría la oferta, ya que las empresas menos eficientes entrarían en pérdidas y cerrarían o no producirían ese producto.

Sin embargo, la demanda no caería, dados los relativos bajos precios, con lo que se crearía escasez (la demanda es mayor que la oferta).

Para evitar el cierre de empresas, la opción planteada por el diputado sería compensar mediante subvenciones a las empresas menos eficientes - las que con ese precio no tendrían beneficios-, lo que resultaría extraño a todas luces, pues finalmente estaríamos pagando por otra vía lo que haríamos a través del mercado, pero con la dificultad añadida de seleccionar a aquellas empresas merecedoras de la subvención. Se me ocurren todos los problemas del mundo además de incentivos indeseados.

Vamos a lo segundo ¿Por qué funcionó con las mascarillas? Porque esta medida puede tener sentido en situaciones claras y evidentes de poder de mercado. En los primeros días de la pandemia se creó un claro poder de mercado a favor de aquellas empresas y distribuidoras que tuvieron la capacidad de colocar el producto en el mercado antes que nadie. La demanda era elevadísima y la oferta limitada y controlada por pocos.

En estos casos, los márgenes son extraordinarios y cobra sentido el límite de precios. Sin embargo, muchos indicadores y trabajos indican que en el sector de la distribución comercial la competencia es elevada, por lo que no operaría esa excepción.

En cuanto a la comparación con el tope al gas, esta simplemente no procede pues este no se corresponde con un control de precios.

Y es que las diferencias son importantes. Mientras un límite superior de precios implica que en el mercado ninguna empresa puede vender por encima de dicho límite, en el caso del tope al gas lo que se hace es crear dos mercados donde antes había uno. El criterio de separación, en el caso del mecanismo ibérico, es la tecnología usada para generar electricidad.

Por un lado, todas las tecnologías menos gas y carbón compiten por poner su producto en el mercado al precio dado un supuesto precio del gas (fijado o topado, de ahí el nombre y habitualmente menor que el del mercado).

El precio generado por la competencia, la oferta y la demanda dentro de ese mercado “segregado” es el que remunerará a los oferentes que participan. Como será más bajo al precio del gas que rige en el mercado, el consumidor final se ahorrará en la factura una cierta cantidad.

A continuación, a las empresas que usan gas para producir energía se les “pregunta” el precio al que vendería dado el precio del gas de mercado, y con ello se remunera a estas. De lo ahorrado por el menor precio pagado a las anteriores empresas se remunera a las centrales de ciclos para que no entren en pérdidas.

Por razones de diseño, el ahorro acumulado en el primer grupo suele ser mayor que el recargo por compensación a las del segundo grupo. Aunque este mecanismo también genera ciertos incentivos, estos están muy lejos de los de un control de precios.

En resumen, la idea de controlar precios es recurrente y muy del agrado de las parcelas más a la izquierda del espectro ideológico. Sin embargo, la experiencia y evidencia en la historia es muy insistente: en entornos competitivos este genera más costes de los que trata de solucionar, salvo excepciones. Por otro lado, comparar un límite máximo a los precios con el tope al gas simplemente revela, con claridad, que no se tienen las cosas claras.

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