El propósito de los nuevos impuestos: Google y Tobin
La principal preocupación en ambos tributos es su efecto en el usuario final: ‘startups’ y pymes en el primero y clientes financieros en el segundo
El pasado 16 de octubre, el BOE nos dejaba la publicación de dos impuestos con nombre propio: la tasa Google y la tasa Tobin. Ambos comenzarán a aplicarse a partir de enero del año próximo. Tratamos a continuación de sintetizar algunas de las cuestiones comunes a ambas normas, así como las más significativas de cada una de ellas en relación a su propósito y no tanto a sus detalles técnicos.
Cabe señalar, en primer lugar, que ambas figuras impositivas fueron ya previstas en la propuesta de acuerdo de Presupuestos Generales (PGE) de 2019, como una Nueva fiscalidad-ingresos para un Estado de bienestar fuerte. El alineamiento ideológico es, por tanto, un elemento fundamental, si bien dos factores cobran relevancia en su aprobación hoy: por un lado, los antecedentes de origen (OCDE y Comisión Europea respectivamente), así como de implantación previa en otros Estados miembros en el caso de la Tobin y, por otro lado, el incremento del gasto derivado de la crisis económica y social originada por el Covid-19. En segundo lugar, quizá como contrapeso a lo anterior, ninguno de los dos impuestos queda totalmente cerrado con la norma publicada, sino que los PGE centrarán cada año las posibles exenciones o umbrales de obligación de pago.
Finalmente, ambas figuras tienen sujetos pasivos identificados o muy identificables, si bien la principal preocupación son las consecuencias de una eventual repercusión en el usuario último: pymes y startups en el caso de la tasa Google y clientes de servicios financieros en el caso de la tasa Tobin. No obstante, no se trata este de un augurio nuevo entre los detractores de un nuevo gravamen y habrá que atender a su evolución en el contexto internacional, así como a la competencia de mercado para constatar los efectos en la actividad y el mercado.
En relación a la tasa Google, su nombre propio se hace extensible a las otras mayores empresas tecnológicas por lo que también se ha dado en llamar tasa GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple). A diferencia de la tasa Tobin de la que hablamos a continuación, esta no ha sido implementada con carácter previo en otras jurisdicciones comunitarias; de hecho, en Francia las tensiones diplomáticas con EE UU llevaron a congelar la iniciativa a principios de este año. No obstante, la OCDE continúa tratando de alcanzar un acuerdo para pactar una tasa digital y la Comisión Europea, igualmente, planea incorporar un impuesto similar. Las amenazas de Trump ante los avances previos en la articulación de este gravamen (dado que las principales tecnológicas son americanas) están en cierto modo congeladas a las puertas de las elecciones norteamericanas del próximo 3 de noviembre, de modo que próximamente veremos el éxito y duración de este nuevo impuesto, así como su posible evolución o adaptación en tanto que los intentos supranacionales puedan desbloquearse.
Por su parte, la tasa Tobin debe su nombre a James Tobin, aunque el impuesto aprobado por esta Ley 5/2020 no se corresponde exactamente con la idea inicial del Nobel de Economía (1981). Así, el actual impuesto sobre transacciones financieras tiene su antecedente en la propuesta de la Comisión Europea de 2011 que, sin llegar a materializarse a nivel comunitario, sí ha llevado a algunos Estados miembros a plantearlos a nivel nacional (Francia e Italia ya cuentan con ella). En algún momento, antes de su congelación como proyecto comunitario, la sociedad civil reclamó un nuevo giro al propósito de este impuesto (más cercano, en este punto y de hecho, al ideado por Tobin) y se proponía un nuevo nombre propio, el de impuesto Robin Hood, que, en términos globales, recaudaría “a los más ricos” para destinarlo a los “más pobres” (países en vías de desarrollo).
No puede decirse, sin embargo, que este se inspire en esa finalidad, entre otras cosas, porque no cabe en nuestro ordenamiento una figura impositiva finalista, pero tampoco hay detrás del mismo una vocación internacional (o siquiera nacional) de lucha contra la pobreza y las desigualdades, más allá de la propia esencia redistributiva del conjunto del sistema impositivo. Sí hay un creciente incremento del riesgo de pobreza (absoluta y relativa) y de la brecha social derivados del Covid-19, pero ni la mirada más buenista hace pensar que la redistribución directa sea su fin último (sin que esto, en sí mismo, resulte una crítica al nuevo impuesto), sino la necesidad del Estado de buscar nuevos ingresos para hacer frente al mayor gasto social presente y futuro, aprovechando, eso sí, la narrativa en torno a una recuperación socialmente más justa que permiten ambos impuestos.
En definitiva, para algunos, se trata de un paso hacia un sistema más justo en su conjunto en cuanto al objetivo redistributivo fiscal; para otros, un error de enfoque por cuanto que pueda impactar en la deslocalización de la actividad. En cualquier caso, el momento no es baladí por sus implicaciones políticas (a nivel interno e internacional), económicas y sociales.
María Molina Martín es Directora del área de finanzas sostenibles y ‘compliance’ financiero de Gabeiras & Asociados