Puede que los antimonopolio merezcan una segunda oportunidad
Revisar más fusiones ya aprobadas puede disuadir de operaciones sensatas, pero no es descartable
La idea de deshacer grandes fusiones tecnológicas que ya pasaron el control antimonopolio de EE UU podría parecer un poco injusta, por no hablar del coste. Pero investigaciones recientes demuestran que muchas han perjudicado a la competencia de forma imprevista. Dar segundas oportunidades a los antimonopolio podría beneficiar tanto a consumidores como a inversores.
Esa opción está ganando terreno mientras legisladores, fiscales generales estatales y políticos de todo EE UU piden el desmantelamiento de gigantes como Facebook, Alphabet y Amazon. Algunos legisladores han amenazado a Mark Zuckerberg con dividir su compañía, mientras que el aspirante demócrata a la presidencia Pete Buttigieg, haciéndose eco de su rival Elizabeth Warren, recalca que disgregar grandes tecnológicas está “sobre la mesa”. La Comisaria de Competencia de la UE, Margrethe Vestager, advirtió en octubre a Silicon Valley de la posibilidad de medidas similares.
No está claro cómo se haría. Muchos críticos de estas empresas abogarían por fragmentaciones basadas en la teoría del monopolio. Pero eso requeriría probar que una firma adquirió injustamente una posición dominante para estrujar a la competencia, y ese es un listón alto. El concepto de que ser grande y poderoso puede ser malo en sí mismo tiene peso en la UE y puede ganarse apoyos en EE UU, pero no ha sido ley allí en casi 40 años. Warren y otros piden que se separen los comercios online, como Amazon Marketplace, de las entidades que utilizan esos mismos comercios para vender cosas, un grupo que también incluye a Amazon. Eso, sin embargo, requeriría legislar, otra propuesta espinosa estos días en el Congreso.
Una tercera idea es anular operaciones anteriores, como la compra de Whole Foods por Amazon en 2017, la de la domótica Nest por Google en 2014 por 3.200 millones de dólares o la de Instagram por Facebook en 2012 por 1.000 millones. El argumento sería que, en retrospectiva, esos acuerdos han perjudicado a la competencia. La Comisión Federal de Comercio (FTC) está valorando esa opción en su investigación de Facebook.
Un gran atractivo de este enfoque es que la ley lo permite. Desde la aprobación de la Ley Hart-Scott-Rodino en 1976, las compras de cierto tamaño han estado sujetas al escrutinio de la FTC o del Departamento de Justicia. Solo se cuestiona una pequeña minoría –menos del 2% en 2018–, aunque la ley otorga a las agencias el derecho en todos los casos de actuar más tarde, una posibilidad que se suele recordar a las empresas en las cartas de aprobación. Esencialmente, lo único que tienen que demostrar los antimonopolio es que el acuerdo ha acabado afectando a la competencia y, por tanto, a los consumidores.
Las agencias han utilizado este poder, pero solo cuatro veces desde 2001. Hace dos años, por ejemplo, Justicia demandó a Parker-Hannifin, un fabricante de equipos de control de movimiento, y a la firma de sistemas de filtración Clarcor después de autorizar nueve meses antes su fusión, de 4.300 millones. Justicia respondía a los temores de los consumidores y resolvió exigiendo una venta sustancial de activos.
Los consumidores no son los únicos que podrían beneficiarse de estas iniciativas. Las divisiones y escisiones suelen crear un gran valor para los accionistas, como ha demostrado el desmantelamiento de grupos como, por ejemplo, AT&T hace 35 años.
El lado negativo de volcar acuerdos supuestamente cerrados es, empero, significativo. Las fusionadas entrelazan sus negocios y rara vez se pueden separar fácilmente, especialmente cuando las fusiones son de muchos años antes. La posibilidad de que se desmantele una operación podría disuadir a las empresas de integrarse plenamente, lo que reduciría los beneficios esperados y dejaría a clientes, proveedores y empleados en la incertidumbre de si deben permanecer en la fusionada. El riesgo de completar adquisiciones podría llegar a ser demasiado alto.
Pero el objetivo fundamental de la ley antimonopolio es preservar la competencia, y hay pruebas sólidas de que muchos acuerdos previamente aprobados la han socavado. En 2008, por ejemplo, un estudio realizado por la Oficina Nacional de Investigación Económica –entidad privada sin ánimo de lucro– sobre cinco fusiones en el sector del consumo reveló que cuatro provocaron aumentos sustanciales de precios, pese a haber sido autorizadas.
En 2007, una revisión de ocho meses de Justicia no predijo que la unión entre SABMiller y Molson Coors Brewing subiría los precios de la cerveza más de un 6%, según un estudio publicado en 2017 en la revista Econometrica. Una revisión retrospectiva de 2015 reveló subidas en más del 60% de los productos fabricados por las fusionadas.
Es comprensible que los antimonopolio cometan errores. Su trabajo es básicamente predecir el futuro, una tarea difícil con plazos legales estrictos, mercados que cambian rápidamente, límites en el acceso a los datos y presupuestos que se han mantenido básicamente planos en la última década pese al creciente número de fusiones. La cuestión es quién debe asumir las consecuencias: los consumidores, obligados a vivir con precios más altos, menos opciones y una privacidad comprometida, o las empresas, obligadas a trocearse.
Para minimizar la incertidumbre empresarial y los costes potenciales, es posible que los antimonopolio solo puedan volver a examinar las fusiones en circunstancias limitadas. Las pruebas del daño a la competencia deben ser poderosas, y la eficacia del remedio, clara. Algo menos perturbador que anular una fusión –la venta de algunos activos, por ejemplo– podría funcionar a veces. Como subraya el profesor de Derecho de la Universidad de California Menesh Patel, incluir estos requisitos en las directrices de las agencias haría el proceso mucho más predecible.
Si también lo volvería más apetecible está menos claro. La perspectiva de dar a los anticompetencia una segunda oportunidad puede resultar injusta para las empresas, y disuadirlas de hacer incluso tratos sensatos. Sin embargo, con el público y los políticos hambrientos de sangre de tecnológicas, es una opción que no se puede descartar.