Irresponsabilidad jurídica y administradores públicos
La reciente reforma de la ley reguladora del sector público (Ley 40/2015), que entrará en vigor en octubre, ha introducido un cambio sustancial en el régimen de responsabilidad de los administradores designados por la Administración del Estado.
De acuerdo con esta norma, la responsabilidad que corresponda al empleado público como miembro del consejo de administración de una sociedad estatal (sociedad mercantil en cuyo capital participa mayoritaria o exclusivamente una entidad del sector público estatal o en la que la participación es minoritaria pero de control) será asumida por la Administración estatal que lo designó, que podrá exigir de oficio al empleado público que designó la responsabilidad en que hubiera incurrido por los daños y perjuicios causados en sus bienes o derechos cuando hubiera concurrido dolo, o culpa o negligencia graves, conforme a lo previsto en las leyes administrativas en materia de responsabilidad patrimonial. Semejantes previsiones se contienen también respecto de los empleados públicos que actúen como liquidadores de sociedades o como patronos de fundaciones del sector público.
Esta previsión implica la traslación al ámbito corporativo mercantil del régimen de responsabilidad de los empleados públicos, que se traduce en la irresponsabilidad frente a terceros del empleado público y su sustitución por la responsabilidad patrimonial directa de la Administración. Pero va más allá, porque en este caso no se prevé la posible acción de repetición de la Administración frente al empleado consejero, que solo se admite en casos de daños directos al patrimonio público, supuesto en el que no cabe entender incluido el producido a la Administración que ha indemnizado al tercero.
En definitiva, la nueva ley lo que está disponiendo es la irresponsabilidad del consejero público con arreglo a la normativa mercantil. A partir de ahora no será posible exigir responsabilidad a los administradores con arreglo a la ley de sociedades de capital ni a los administradores de la sociedad pública declarada en concurso culpable, por ejemplo. Esta responsabilidad, además, dejará de exigirse ante los órganos jurisdiccionales mercantiles para pasar a residenciarse ante la jurisdicción contencioso-administrativa.
Evidentemente, quedará siempre abierta la vía de la responsabilidad penal, pero no deja de ser sorprendente que se cierre la vía civil o mercantil, lo que evidentemente redundará en un reforzamiento y aumento de la penal, algo especialmente grave en momentos como en los que nos encontramos. El tercero perjudicado, nos atrevemos a pronosticar, no dudará en evitar la tortuosa vía contenciosa frente a la Administración y optará por acudir directamente a la jurisdicción penal, con la consiguiente quiebra del principio de intervención mínima del derecho penal.
Otro efecto evidente que producirá la nueva ley es que la Administración se erigirá en aseguradora universal de la responsabilidad de los consejeros que designe en estas sociedades, de forma que las entidades aseguradoras tendrán que contentarse con asegurar la responsabilidad del consejero por daños a la Administración. Y por si no fuera poco, la responsabilidad de la Administración como accionista, necesariamente limitada a su participación social, pasará a convertirse en una responsabilidad ilimitada, personal y directa frente a los acreedores y terceros afectados.
Llama igualmente la atención que este régimen sea únicamente aplicable a los consejeros de las sociedades estatales y no a los autonómicos y municipales. Por un lado, es elogiable que una modificación de este calado sea aplicada de forma limitada pero, por otro, es difícilmente compresible esa discriminación regulatoria, especialmente teniendo en cuenta que es harto discutible que las comunidades autónomas puedan legislativamente acogerse al mismo régimen de irresponsabilidad de administradores en la medida en que carecen de competencia normativa alguna en legislación mercantil y de responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas.
En definitiva, asistimos con cierta perplejidad a una reforma sustancial del régimen de responsabilidad de los administradores públicos que está llamada a suscitar entusiastas opiniones en favor y en contra. La duda que siempre quedará al intérprete jurídico es si esta reforma ha sido pretendida por el legislador o si se debe a un simple desliz de consecuencias no previstas. Habrá que esperar a los pronunciamientos de los tribunales.
Jose Ignacio Vega es socio de Ramón y Cajal Abogados.