¿Quién quiere un nuevo pacto constitucional?
No hay otro tema, prácticamente otro debate. Opiniones y columnas. Políticos y creadores de opinión hablan una y otra vez. Nuevos tiempos, pero tiempos todavía no pentagrameados. Partituras sin música. Instrumentos desafinados. Pero, ¿qué piensa el ciudadano, qué quiere si es que alguien en verdad osa preguntarle? Salir de la crisis. No quiere ni anhela otra cosa. Cambiar y aprender las lecciones de esta crisis de valores, económica, social, y sobre todo, en estos momentos, política. Algo se ha diluido, erosionado: la confianza; la credibilidad. Y mientras esta no se repare y recupere, lo demás simplemente sobra.
No es la primera vez que se habla de reforma y crisis constitucional. Viene siendo algo cíclico en los últimos años. Recurrente. Incluso cansino. Se sabe qué se debe y qué se tiene que reformar. Pero se prefiere amagar. Unos y otros. Inmovilistas y rupturistas, reformistas y regeneradores. Pero es absurdo entrar en este debate. No es algo que urja, que sea perentorio y crucial para el futuro próximo. Tampoco el encaje de unos, máxime, de los que ya no quieren estar, y que sin embargo han actuado de un modo desleal frente al texto constitucional, dolosa, a sabiendas, intencionadamente. No se puede reformar ad hoc para contentar a quién nunca querrá contentarse.
España celebra su puente festivo, entre constitucional e Inmaculada, trasiego festivo y consumista, festivo y vacacional. Es la España que vuelve, la de siempre, la de sacristía, cada vez menos, y Frascuelo, cada vez mucho menos. La de charanga y pandereta. Madrid completamente a rebosar de viandantes. Impresionante. Pero alegra la vista. Y lo hace porque no se ve resignación ni tampoco hastío en la cara de las gentes anónimas. Luces que alumbran la esperanza prácticamente cierta de que lo peor ya ha pasado. Pero dudo mucho que a esos miles, decenas de miles, que circundan Sol, Arenal, Mayor, el Madrid de los Austrias, Cibeles y otros barrios más ostentosamente iluminados de la capital, les importa siquiera un mínimo si habrá o no reforma constitucional. Tampoco en muchas ciudades y rincones de este país somnoliento y a veces melancólico y enemigo de sí mismo. ¿Acaso el ciudadano tiene entre sus preocupaciones que se reforme o no la Carta constitucional?, la que pueda reformar las Cortes, y, sobre todo, un irrelevante Senado, al menos en las funciones que ha tenido en estos treinta y seis años, que enumere las competencias o no del Estado, de las Autonomías, la que concilie unidad de España con las aspiraciones más allá del federalismo asimétrico de quién no quiere la paridad y sí el privilegio y la diferencia. La que incluso replantee abiertamente la forma de Estado y no lo haga en un paquete cerrado como se hizo en la transición. La que permita despolitizar todas y cada una de las instituciones. La que por primera vez en España logre una división de poderes y no la pantomima en que nos hemos instalado. Eso sí, consentido por todos.
Es erróneo afirmar que el impulso de la política solo puede venir de la mano con una reforma constitucional. El diagnóstico no es ese, ni tampoco los síntomas de una ausencia clamorosa y pasmosa de la acción política en no pocos ámbitos. El impulso ha de ser constante y continuo. Como la acción de gobierno cualquiera que sea la arena política y electoral. Algunos quieren ver los problemas del hoy en la rigidez y pétrea redacción de 1978 anclada en el inmovilismo. Como también en el diseño inicial. O para solucionar el independentismo catalán y vasco. Con estos mimbres ya se redactó la presente, la misma que colmaba las aspiraciones de los nacionalistas de aquel entonces. Treinta y seis años no es un mundo ni una atalaya inhóspita. Nada impide una reforma, pero tampoco que la misma sea al albur o en base a que sin ella no hay seguridad jurídica. Esta es la que es. País dado a escasez de éticas y seguridades nimbeas. ¿Ilusionará al ciudadano una reforma constitucional? Sencillamente, no. La ilusión no viene ni vendrá por esta vía si antes no se recupera la confianza y la credibilidad en la política y en las instituciones, y máxime en quienes lo protagonicen. ¿Quiénes serán sus autores?
Reforma, reforma y reforma. Pero ¿qué reformar, qué modificar? ¿Por quién y quiénes? Y sobre todo, ¿con qué alcance?
O mucho nos equivocamos o al ciudadano verdaderamente este tema es el que menos peso y poso tiene en sus muchas preocupaciones. Pero no así a los políticos, o a algunos, como si en la misma estuviese la redención.
Abel Veiga Copo es profesor de Derecho en Icade.