La sencillez de la galerista Helga de Alvear
En 1995 se instaló en la madrileña calle de Doctor Fourquet, decisión en la que fue pionera
Advierte de que su vida puede tener escaso interés para el lector. Pero enseguida entra en faena, y Helga de Alvear (Kirn/Nahe, Alemania, 1936) cuenta con gran naturalidad que antes de entrar en el mundo del arte era una simple ama de casa, casada con el arquitecto Jaime de Alvear, fallecido hace tres años y al que conoció cuando ella vino a España a estudiar español. Comenzó primero a coleccionar, “es mi gran vicio”, y más tarde entró a trabajar con la galerista Juana Mordó hasta que esta falleció en 1984 y se hizo cargo del negocio de su amiga. Al principio nadie la consideraba en el mundo del arte, la veían como a una extraña porque no pertenecía a este gremio. “Todo lo que sé lo he ido aprendiendo poco a poco”, recuerda.
Durante una década siguió el modelo de su maestra, pero en 1995 decidió dar un giro y caminar en solitario con la Galería Helga de Alvear. Se instaló en la madrileña calle de Doctor Fourquet, una decisión en la que fue pionera. “Hoy esta calle está de moda, pero en los años noventa aquí no había nadie”. El espacio tiene 900 metros cuadrados, está próximo al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y ahí tiene instalado su cuartel general, gestión que compagina con la Fundación, una casa palacio que lleva su nombre, diseñada por los arquitectos Tuñón y Mansilla y que se ha convertido en toda una referencia del arte contemporáneo en Cáceres. Helga de Alvear es muy directa cuando habla, manda mucho en la galería y parece seria, pero cuando sonríe lo hace de verdad.
Su fortuna procede del negocio familiar alemán RKW, con 10.000 empleados
Tiene muy claro que el arte es un negocio que tiene que vender, a pesar de que el momento económico de España no acompaña. “La galería me cuesta mucho dinero, pero no importa porque soy adicta al arte, no podría vivir sin él. Soy una de las grandes coleccionistas. Si me enamoro de una pieza y puedo pagarla, la compro”, afirma. En esta última edición de Arco confiesa que adquirió cinco obras. “También vendí bastante, cosa que el año pasado no ocurrió”, señala esta empresaria, cuya fortuna proviene del negocio que su familia regenta en Alemania, el grupo RKW, dedicado sobre todo a la fabricación de plásticos y también de pañales y que cuenta con 10.000 profesionales en plantilla. “Es un negocio que comenzó mi padre, que era albañil, y hoy es un gran grupo empresarial”.
Asegura que el cliente que acude a una galería busca, además de un artista que le sorprenda, seriedad. “Siempre procuro tener muy buenos artistas, aunque no sean fáciles de vender, porque muchas veces busco lanzar un mensaje social”. Como la exposición que tiene en estos momentos y hasta el 17 de mayo del artista alemán Thomas Locher, que denuncia por medio del arte la corrupción política a través de los regalos. En muchos de los cuadros aparece el gesto de darse la mano, “y suele suceder que muchos la acaban perdiendo”, dice.
“La galería me cuesta mucho dinero,pero no me importa, soy adicta al arte”
En el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear en Cáceres se puede ver la exposición Las lágrimas de las cosas, dirigida por Marta Gili, directora del Jeu de Paume (París), dedicada a la fotografía y el audiovisual y compuesta por fondos de la colección particular de la galerista. En la muestra se exhiben obras de Ai Weiwei, Thomas Ruff, Robert Mapplethorpe, Meret Oppenheim, Francis Alÿs, Candida Höfer, Stan Douglas o Nan Goldin. “La Fundación es mi gran aportación a España, mi país”. Será el lugar donde repose toda su colección, más de 2.500 piezas. “Cuando me muera no me lo voy a poder llevar y mejor poder compartirlo”. En marcha está la construcción de un edificio anexo de nueva planta, de 7.000 metros cuadrados, cuenta esta mujer, repleta de proyectos, que esta semana ha recibido el premio el Montblanc de la Culture 2014 por su dedicación al arte.
La familia,en el corazón
Alemana y sin experiencia. Confiesa que no le fue fácil ser aceptada dentro del gremio del arte. “Me sentía sola, pero esto no me impidió seguir adelante. Ahora sé que tener una galería es como tener una ONG”, cuenta en su austero despacho, donde siempre tiene alguna obra de alguno de sus artistas preferidos. Asegura que hace poco uso de las nuevas tecnologías, no tiene Twitter ni utiliza WhatsApp. “Solo tengo almacenadas las fotos de la colección en Dropbox”. Y ya le parece un exceso.
Es ordenada, como buena Virgo, “es la única manera que tengo de trabajar, necesito tenerlo todo a mano”. Su despacho, ubicado a pie de calle, tiene luz que entra directamente del exterior. El mobiliario es austero, sin concesiones al diseño, de líneas sencillas. “Me gusta que todo sea práctico. En mi casa, por ejemplo, tengo muebles daneses y pocas obras de arte porque las piezas tienen que respirar. No puedo vivir intoxicándome de obras”.
Tampoco hay fotografías de su familia –tiene tres hijas que, de momento, no tienen intención de seguir sus pasos, “las galerías de arte mueren con los fundadores”–. “A la familia la llevo en mi corazón y con eso es suficiente”. No concibe la vida sin el trabajo. “Estoy llena de proyectos, me queda todo por hacer, y soy afortunada porque tengo un equipo muy cualificado”.