El difícil mundo de la toma de decisiones
Desde el justo instante en que nuestro ser se encuentra en el mundo, de forma directa o indirecta, está tomando decisiones. Algo obvio, pero que es necesario destacar. Aquellas pueden ser acertadas o no para quien las toma. A la vez, podrían ser juzgadas de diferente forma y encontrarse en una posición distinta en la escala de valores de cualquier otra persona. Y si deseamos complicar el tema algo más, deberíamos conocer que la preferencia de cada individuo por determinado sujeto/objeto sería factible de variar a lo largo del tiempo.
Leyendo la prensa diaria, nos llamó poderosamente la atención la noticia aparecida a mediados del mes de enero pasado relativa a que consultamos el móvil unas 150 veces al día (cada seis minutos y medio). ¿De verdad ustedes se han parado a pensar lo que significa e implica tal actuación? Como no pudo ser de otra manera, nuestro pensamiento se desplazó de forma inmediata hacia aquel decálogo atribuido en sus inicios a Noam Chomsky ante lo que pudiera ser un nuevo y claro ejemplo de mecanismo de distracción. Debido a la tecnología actual disponemos de una gran información a nuestro alcance, pero, muy por el contrario, creemos que nunca hemos estado más desinformados. Vemos lo que nos interesa y no lo que nos debería interesar. Estamos atentos a lo que creemos necesario y, sin embargo, eso mismo no es necesario. Vivimos condicionados por el corto plazo y nos negamos a ver más allá. Todo cabe en nuestra profunda ignorancia.
Nuestra elección, en definitiva, dependerá de lo que nuestra mente decida en cada situación o circunstancia. Si ya de por sí la toma de decisiones es complicada, acceder a aquel complejo mundo supone adentrarse en lo conocido y en lo que se cree que se conoce, en lo que se piensa y en lo que debería pensarse. Un territorio tan extenso como queramos que lo sea. Un mundo tan apasionante, que, según cómo nos presenten dos líneas iguales en distancia, parecerá que una es más larga que la otra en función de su terminación (ilusión de Müller-Lyer). Un campo tan fascinante, que hace que determinadas burbujas adopten para nuestro cerebro una posición cóncava o convexa en función de donde provenga la sombra. Un círculo tan interesante, que, según sea formulada una pregunta, hará que nos inclinemos a dar una u otra opinión. ¿Todo se encuentra estratégicamente manipulado para engañarnos?
A fin de cuentas, cabría preguntarse si nuestro cerebro funciona de forma correcta. Y parece ser que no. “Cuando se trata de ahorrar, gastar e invertir no somos esos racionales y fulminantes calculadores de ‘utilidades’ que pueblan los modelos matemáticos de los libros de economía. Es más, el ordenador personal que llevamos de paseo entre las orejas tiene un procesador muy lento, poca memoria y más gusanos de los que estaríamos dispuestos a admitir” (Economía emocional, Matteo Motterlini, Paidós, 2008).
A medida que queríamos más y más, nuestro Estado del bienestar prosperó. Y a cualquier precio. Es lo que entonces importó. No se pensó más. Eso es lo que se ve (o lo que se vio). Pero, en el otro extremo, algo existe que se encuentra oculto y que muchos desconocen: los elevadísimos costes asociados. Siempre que la deuda no genera el retorno suficiente para poderla amortizar (o como en la actualidad sucede, que esta es excesiva), el ser humano se encuentra ante un serio problema. Y, por desgracia, eso es lo que no se ve (como en la parábola del cristal roto de Frédéric Bastiat). ¿Algún día seremos capaces de asumir que actuamos de manera equivocada al no comprometernos a realizar ningún esfuerzo para disminuirla?
Tenemos un sistema que ha sido elegido por todos nosotros. Mayores mejoras a costa de consumir, vía endeudamiento, unos recursos que no disponíamos. Puede que sea demasiado tarde. No hay vuelta atrás. Las pensiones futuras ya están en peligro (dentro de pocos años cumplirán su edad los niños del baby boom). Nos encontramos con un conjunto sanitario deficiente. Estamos provistos de un fuerte desempleo y de una educación que no pisa suelo firme.
Las declaraciones del FMI sobre la posible confiscación de nuestros ahorros para reducir deuda, a las que ahora también se suman las del Bundesbank (incidiendo de manera puntual en la riqueza), son durísimas; si caben, estremecedoras. Tarde o temprano alguien tendrá que pagar. Usted y yo. Los mismos de siempre. Desde hace bastante tiempo caminamos en sentido contrario. Y lo que es más grave: si existiera la posibilidad de que cada cual gozase de una vida del doble o el triple que la presente, muchos seguirían pensando que andamos por el sendero correcto. Nunca fue tan real aquella frase que dice: “si el conocimiento te parece demasiado caro, espera a valorar el coste de tu incultura”.
Fernando Ayuso Rodríguez es economista.