Una excepción que no puede ser norma
Cuando el Gobierno aprobó en 2008 un real decreto que permitía a las sociedades no tener que computar como pérdida el deterioro de valor que se produjera en el inmovilizado material, las inversiones inmobiliarias y las existencias, las empresas –especialmente las del sector inmobiliario– respiraron con alivio. La medida, aprobada con carácter excepcional para paliar los problemas de liquidez provocados por la crisis, ha sido prorrogada puntualmente desde entonces en un intento de continuar apoyando a las compañías en dificultades. Precisamente por esa razón, y dado que se acerca final del año, desde el sector inmobiliario se está presionando al Gobierno para que se extienda un ejercicio más la medida y se neutralice así la aspereza de la legislación societaria. Esta última obliga a las empresas cuyo patrimonio neto se reduce considerablemente por debajo de su capital social, bien a reducir también su capital en la cantidad necesaria, bien a disolver la sociedad o a recuperar su equilibrio con un aumento o una disminución de capital, todo ello en función del tipo de sociedad y de la cuantía de reducción del patrimonio neto respecto al capital social.
La severa depreciación de activos provocada por la crisis en las empresas del sector inmobiliario fue el motivo que llevó al Ejecutivo a aprobar en 2008 esta suerte de medida de gracia. Lejos de convertirse en una depreciación puntual, durante los años posteriores a la aprobación del real decreto el mercado ha seguido castigando los activos inmobiliarios, lo que ha llevado al Gobierno a prorrogar una y otra vez una norma que nació con carácter excepcional.
La medida, en cualquier caso, no supone que el deterioro de los activos no tenga su reflejo en los balances de las empresas, sino únicamente que ello no obligue a estas sociedades a cumplir con las exigencias que establece la Ley de Sociedades de Capital para esas circunstancias. Desde el sector inmobiliario se recuerda, además, que si no se prorroga esa disposición habrá empresas inmobiliarias que se vean abocadas a la desaparición, con el consiguiente efecto negativo en las entidades financieras que son acreedoras de estas.
Todo ello es absolutamente cierto y constituye un argumento sólido para prorrogar un año más una norma que se diseñó para paliar los efectos de una crisis que todavía no ha finalizado. Sin embargo, el Gobierno haría bien en dejar claro que una norma coyuntural no puede prorrogarse una y otra vez hasta convertirse prácticamente en estructural y que, antes o después, el sector inmobiliario tendrá que afrontar todas y cada una de las consecuencias de la debacle del ladrillo, incluida la severa disciplina de la normativa societaria.