Insoportable necesidad de transparencia
La ley del momento oportuno es una de las leyes irrefutables del liderazgo de Maxwell, según la cual, los verdaderos líderes no solo deben saber qué hacer, sino cuándo hacerlo.
Cuando en el momento adecuado decidimos una acción equivocada estamos cometiendo un error que nos generará problemas. Es lo que pasa con la actual privatización de la gestión sanitaria, que van en dirección opuesta a las expectativas de la sociedad y a la tendencia europea.
Cuando confluye el momento equivocado con la acción equivocada caminamos inexorablemente hacia el fracaso. Los recortes irracionales en educación e investigación eluden el cambio de modelo económico y condenan a la generación que nos sucede.
Cuando una acción acertada se toma en el momento equivocado nos situamos ante una decisión ineficaz pero no inocua. Basta recordar las rebajas de impuestos en la parte alta del ciclo (IAE, sucesiones y patrimonio): disminuyeron los ingresos públicos, no sirvieron para garantizar el empleo, y han reducido el margen de maniobra actual.
Cuando la acción acertada converge en el momento adecuado no se garantiza el éxito pero se dan las condiciones para alcanzarlo. Un buen ejemplo lo tenemos con el nuevo proyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y buen Gobierno, el cual está elaborándose de forma participativa, recogiendo aportaciones de diferentes estamentos, profundizando en las obligaciones de publicación activa y previendo un régimen sancionador para estimular su cumplimiento. Un proyecto esperanzador que sólo demostrará su vigencia y oportunidad cuando se constate su efectividad si antes no lo empeoramos.
Y parece que ya nos hemos puesto a ello. Recientemente se ha conocido que el Estado retira su capacidad sancionadora sobre las administraciones territoriales fruto de las ‘negociaciones’ habituales.
En el ámbito local, algunos cuentadantes (alcaldes) incumplidores se han movido en una dinámica perversa caracterizada por la impunidad, la falta de estímulos, la irresponsabilidad y la falta de autoridad. Parece como si a todos les hubiera temblado la mano para tomar iniciativas: al Tribunal de Cuentas (TCU) y sus homólogos autonómicos, porque recomiendan pero no actúan; al Congreso de Diputados, porque acusa recibo de los informes y los archiva; a los sucesivos gobiernos de la nación, porque llevan décadas desoyendo las recomendaciones; a los partidos políticos, por la excesiva permisividad hacia sus cargos electos; y a la ciudadanía, por consentir la continua reelección de incumplidores reincidentes.
Pongamos datos a la reflexión. Según el Informe de fiscalización del sector público local del ejercicio 2010 elaborado por el TCU, alrededor de 1.500 ayuntamientos no tenían presentadas sus cuentas a diciembre de 2012, es decir, descontados los ayuntamientos vascos y navarros de los que no se dispone de información, uno de cada cinco. El 86% de estos disfrutaba de mayoría de gobierno y su perfil político, según las elecciones de 2007, fue: el 42,5% del PSOE, el 42,7% del PP y el 14,8% de los restantes partidos. Entre ellos figuran 12 ciudades de más de 100.000 habitantes, de las cuales, 7 son capitales de provincia.
Según datos publicados en la web del Ministerio de Hacienda, dichos ayuntamientos percibieron en 2010 un importe superior a 1.250 millones de euros por transferencias estatales y obtuvieron más de 3.350 millones de euros de tributos de los ciudadanos.
Salvo algunos ayuntamientos que presentarán cuentas al supervisor fuera de plazo, del resto no se conocerán nunca.
Esta situación, que ha venido reiterándose en las últimas décadas, habría sido descrita por el inimitable Gila con una pregunta: ‘¿alguien ha exigido algo a alguien?’
El propio TCU argumenta (pág. 34 de su informe) que los incumplimientos “no son por causas objetivas sino por falta de interés amparada por la inexistencia de consecuencias legales”. La pregunta es: ‘¿cuánto tiempo se va a seguir consintiendo este despropósito?’
La ley de transparencia podría ofrecer esa respuesta, pero descentralizar la competencia sancionadora es ir en contra de lo que necesitamos; primero, porque los órganos autonómicos no se han distinguido por su eficacia; segundo, porque se tiene experiencia sobrada de los efectos indeseables del clientelismo político de las Administraciones territoriales; y tercero, porque la sociedad está harta de malabarismos políticos.
Resumiendo. De aprobarse la ley con mecanismos sancionadores descafeinados, acabaremos teniendo otra norma inútil en un país al que le sobran leyes incumplidas y le falta rigor, autoexigencia y ejemplaridad. Si la futura ley de transparencia ofrece respuestas concretas a problemas reales, estaremos en el buen camino; de lo contrario, acabaremos moviéndonos en los terrenos movedizos de la ineficacia, el error o el fracaso.
Lo que no cabe duda es que ha llegado el momento de la transparencia y, como decía Víctor Hugo, “no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su momento”.
Rafael Martín es economista