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Aviso para principiantes

Con la banda sonora de la serie Mad Men de fondo, y viendo el último capítulo de su tercera temporada, mi hijo Martín decidió que él iba a ser más protagonista que Don Draper. Empezaron las contracciones. Todavía no había llegado al mundo y era como si ya me estuviera diciendo: “Papá, olvídate de cenas íntimas, viajes románticos, planes improvisados, una tarde de manta y sofá, un cine porque sí… y de seguir tu serie favorita. Ahora vas a saber lo que es bueno, vas a ser padre, pero un padre de verdad, no como Darth Vader”.

Mi vida cambió el 5 de febrero de 2011 en el hospital San José de Madrid. Allí se apoderó de mí el amor más grande que había sentido nunca, y, a la vez, un terror descomunal. Siempre había oído que los padres sufren por los hijos, pero no tan pronto.

Algo había ido mal. Éramos padres primerizos y habíamos idealizado ese momento más que Rajoy su llegada a La Moncloa. No me podía creer lo que estaba pasando allí. Los gritos de la comadrona M. A. H. convirtieron el paritorio en un infierno. Fue tan altiva y maleducada, que, si se descuida, tengo que llamar al Hermano Mayor para corregir su actitud. Gracias a ella descubrí inmediatamente el instinto de protección paternal.

Cuando el bebé llegó al mundo lo tapó completamente y, sin dar explicación alguna, se lo llevó. No tuvimos tiempo ni de verle la cara, no le oímos llorar. De repente se hizo el silencio. El tiempo se paró, y nos temimos lo peor. Ahí llegó la primera lección que me dio la paternidad: siempre me iba a preocupar por mis hijos.

Dormirás menos que Zapatero en su última legislatura

Ha pasado el tiempo, Martín es un niño sano, y con él estamos aprendiendo un nuevo lenguaje al que nos vamos adaptando. “El nino” es el suelo, no me preguntéis por qué, pero es así. Cuando te pide una “tita”, es que quiere una galleta, si oyes “mamón” no es que se falte contigo, es que quiere jamón.

Serás McGiver, montarás cunas, carritos, tronas y protectores...

La paternidad es un aprendizaje constante, y tu pareja y tú estáis vendidos, sin escapatoria. Cuando el niño, con esa vocecilla entre Heidi y Pocoyó, te dice que te quiere hasta la Luna, descubres que va a hacer contigo lo que quiera. Tanto ver a Supernanny planificando cómo educar a tu hijo, y el que ya está suspendiendo como padre eres tú. Así que en esas estamos, disfrutando de un bebé grande que empieza a decir cosas maravillosas y de un pequeño de nueve meses, Mateo.

El día que nació, el 9 de junio del año pasado, me mareé y aprendí lo peligroso que puede ser un paritorio para un padre. Esa sala está repleta de carritos metálicos e instrumental médico, y, si caes desplomado contra cualquiera de ellos, puedes acabar peor que el Rey de cacería en Botsuana.

Al parecer, me quedé tan blanco como mi apellido y, por suerte, unas enfermeras pudieron cogerme al vuelo y estirarme en el suelo. Ahí estaba yo, tirado con una almohada en la cabeza, abanicado por las enfermeras que estaban asistiendo el parto. Una imagen similar la había soñado en mis años de adolescente, pero en otro escenario… Y así llegó Mateo, en un alumbramiento sin complicaciones, con el que ya entonamos ma-ma-ma-mas y pa-pa-pas mientras nos pisamos las ojeras. Porque otra gran revelación de la paternidad es que nunca más volverás a dormir. Dormirás menos que Zapatero en su última legislatura.

El sueño se convierte en un desconocido, y tu pareja, casi también, porque el ser padres distancia. Es como cuando, en Friends, Ross y Rachel estaban en un descanso. Sabes que volverán a estar juntos, pero no cuándo. Solemos bromear con que nos reencontraremos a los cincuenta, cuando podamos tener un par de horas para mirarnos a los ojos sin ver al otro con papilla en el pelo, o tratando de mantener una conversación entre cambios de pañal y cenas.

Ese es otro talento que se ejercita con cierta normalidad, el de contar cosas por capítulos. Elaborar una lista de la compra puede llevar días, en explicarle que tu madre te ha llamado por teléfono puedes invertir toda la tarde. Si hablamos de cotilleos del trabajo hace falta una semana entera. Cuando eres padre de dos pequeños y quieres contarle algo a tu chica necesitas más tiempo que un partido de Oliver y Benji. Por suerte, también se multiplican las risas, los abrazos, los besos y los momentos mágicos. Uno de ellos fue descubrir la Luna. Un atardecer, Martín empezó a gritar emocionado señalando al cielo. ¿Era un pájaro, un avión…? Había descubierto la Luna, de la que tanto le habíamos hablado. Si es verdad que al morir vemos una película con los momentos más especiales de nuestra vida, cuando muera quiero volver a ver este.

Desde que soy padre, cada día aprendo algo nuevo. Sin ir más lejos, yo, que no había sido capaz de colgar un cuadro, montar estanterías, purgar los radiadores o cambiar los halógenos, yo, que siempre he sido enemigo del bricolaje, más que Mercedes Milá y un paquete de tabaco, más que Melendi y los aviones, más que Alex Ubago y una fiesta…, yo he montado solito las sillas del coche, minicunas y cunas, cunas de viaje, carritos sencillos y dobles, tronas, puertas de seguridad, etcétera, y, para más mérito, ¡siguiendo las instrucciones!

Lo de “Cuando seas padre comerás huevos” es un mito, cuando seas padre serás un McGyver, capaz de todo, por ellos. A eso tan grande se reduce la lección que te da la vida cuando eres padre: lo darás todo por ellos, como nuestros padres han hecho con nosotros. La historia se repite. El hijo se convertirá en padre, y el padre, en hijo.

Frank Blanco (Barcelona, 1975) es presentador del programa ‘Atrévete’, de Cadena Dial, y del ‘Debate de Gran Hermano’, en Telecinco, y acaba de publicar el libro ‘Cómo ser padre primerizo y no morir en el intento’ (Aguilar).

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