Reflexionemos en voz alta
Corrupción, falta de sentido de la responsabilidad y bajeza de miras. La política no está a la altura en la lucha contra la crisis. El autor señala al conjunto de la sociedad como cómplice silencioso de este fracaso
Nadie se atreve a pensar, y si lo hace, calla. No hay voz alta. No hay ideas, y cuando las hay se devalúan devoradas por un tiempo fúlgido y trepidante que lo devora todo. Rescate sí, rescate no, financiero, cuando en tres o cuatro años sólo se han acumulado errores tras errores y reales decretos que no han servido para nada. Rescate, sí, para comprimir la oferta bancaria a la tercera parte. Pero el rescate es el de los más de seis millones de desempleados que España ya rebasa. Escalofrío, drama, tragedia para miles y miles de familias. La cola de Europa. El síntoma de un fracaso que arranca desde hace mucho, demasiado tiempo. No quisimos ver, escuchar, reflexionar y hacer. A lomos de mula vieja. Esta España que no quiso ser polvorienta y ahora vuelve y volverá a morder el suelo. Hasta el Fondo Monetario, sancta sanctorum, arguye ahora que erró en el diagnóstico. Deriva. Silencio. Pero nadie responde.
Cuando no hay política, hay barro. Cuando no hay arcilla política, hay agua, dilución, reproche, despropósito, insulto. Cuando ya no hay ideas, tal vez, todo o casi todo lo demás, empieza a sobrar. Son muchos los problemas y las dificultades que ahora mismo tiene delante España. Cuando es momento de unir y construir, de tejer y cimentar, todo se viene abajo o lo hace por momentos. Vergüenza y repugnancia. Primero por lo que está pasando, segundo, por lo que pasó y todos callaron. Tercero por la falta de altura de miras y sentido de la responsabilidad, de los que están en el entreacto y de los que están sobre el escenario. O nos movemos y nos regeneramos o todo se viene abajo. No hay día que no venga acompañado de un escándalo de corrupción política, pública, también empresarial. 8.000 concursos de acreedores, cientos de miles de empresas pequeñas cerradas. Hay dramas, como la indolencia y la pasividad, el silencio y la ausencia de ideas, de carácter, de proyectos y de acción. Tenemos un problema de conciencia, autocrítica y somos incapaces de reflexionar en voz alta.
Lo que de suyo es intolerable lo admitimos como efecto de una crisis que se lo está llevando todo por delante, también los valores. Regeneración sí, pero ¿cómo? Corrupción, contundencia, sinvergonzonería a mansalva y despropósito conviven con lo peor de una crisis que nos atrapa, angustia y llena de miedos, incertidumbres y pábulos diversos sin que haya un liderazgo valiente, decidido, con convicciones. Desolación en estado puro. Hoy, en la medianía de la mediocridad política imperante hemos politizado las instituciones, una tras otra y al tiempo narcotizado y anestesiado en una indolencia permanente a toda la sociedad. En medio, el ciudadano, el protagonista ausente, el mero convidado de piedra que ni siquiera discrepa, reflexiona y critica. El espectador silente y manipulado que pierde incluso el valor de la tolerancia, del respeto, de la dignidad del otro, de la libertad y el criterio propio. Que cuando sale a la calle acaba sucumbiendo a los peores males de esta España goyesca y atrincherada en el lodo de sus pesadillas.
Devaluadas deliberadamente las ideas, los valores y los principios morales y éticos, huérfanos de nosotros mismos, de políticos y de liderazgos, de autocrítica, incluso de intelectuales, la sensación de soledad, de deriva manipuladora, de incoherencia irracional e interesada es más grande que nunca. Los partidos políticos carecen de la fuerza y el liderazgo que alguna vez tuvieron. Larvados por sus hermetismos, sus burocracias, sus luchas intestinas de poder y también por no pocas imputaciones por corrupción, en estos momentos hay más de trescientos políticos imputados. No hay mesura, respeto ni prudencia. La corrupción ha posado sus larvas mordientes y lacerantes. Pocos se salvan, y sin embargo lo disimulan con descaro y sonrojo efímero. Aquí, en este yermo de vaguedades no pasa nada, nunca pasa nada. Tampoco hay apasionamiento, sino profesionalidad, simplemente profesionales de la política, lejanos de la realidad social, del sentir popular de la gente sencilla. Cuidado con traspasar líneas rojas. Que no admiten vuelta atrás.
Corrupción y nepotismo, prevaricaciones, tráfico de influencia, enchufismo y redes clientelares, operaciones policiales y judiciales con sus sumarios de todos los nombres, gustos y colores, pero el olor a podrido o que algo se está pudriendo todavía empieza a ser hedor. Que nadie se queje luego de la desafección del ciudadano y la percepción que la política y de que los políticos son un problema. Los valores no cuentan, no parecen contar demasiado. No están de moda esas banderas, nadie las iza.
Hay una clara disociación entre lo privado y lo público, lo individual y lo institucional. A veces se mezcla interesadamente, a veces se confunde una cosa con otra, todo acaba perdiendo centralidad. Falta espontaneidad, falta reflexión crítica. Y la sociedad rehúye de jugar el papel al que está llamada ensimismada en su propia dejadez. ¿Quién la ha desmoralizado, quién marca las pautas? Silencio, mucho silencio, cada cual tiene ya mucho con atender a sus problemas y sus propias vidas. Pero ese no es el camino. Los problemas de los demás poco importan. Lo ajeno es sólo eso, ajeno. Genios y figuras, hombrecillos de barro. Sumisos y obedientes con la mentira y las medias verdades. Pero más culpable es quien se deja manipular y engañar que quien lo hace. Esa también es parte de la sociedad que estamos construyendo o quizás deconstruyendo. A quién le importa que todo se desmorone, a quién que las sociedades se desmoralicen. ¿Acaso no es una estrategia? Puede serlo. Demiurgos y pensadores desde la distancia hay muchos. Todos se afanan por modular y modelar las opiniones públicas. Se afanan por regalar los caramelos y las mieles de una gloria efímera y un tiempo fugitivo. Pero pocos se afanan por sembrar posos que los vientos no derriben. Todo se dulcifica y se relaja, todo se relativiza y acomoda a los discursos de un nuevo tiempo, donde el individuo debe molestar poco o nada. Qué importa que la sociedad se desmoralice si el ciudadano mira hacia otra parte. Los referentes ya no existen. Sólo somos hombres de una arcilla que otros cincelan y esculpen sin las artes precisas. Demagogia y mediocridad.
Abel Veiga Copo es profesor de Derecho Mercantil de ICADE