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Tribuna
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Un impuesto sobre la felicidad

Muchos países no pasan por su mejor momento y sus desesperados gobiernos intentan paliar el desbarajuste económico minimizando gastos y aumentando impuestos. La buena noticia es que quizá aún les queda un último reducto de riqueza fiscalmente por explotar: la felicidad.

De hecho, la felicidad ya ha dejado de ser un tema baladí en la esfera macroeconómica internacional. Varias organizaciones publican listas con índices de felicidad de los países, como una alternativa para la medida de la riqueza frente a los índices convencionales del PIB y demás.

Sobre el papel, aplicar un impuesto a los ciudadanos que atesoran más felicidad puede ser una buena idea; hay varios argumentos que avalan esta singular propuesta. Veamos...

Uno es que la felicidad es gratuita, como también lo era el agua hasta no hace tanto tiempo, un recurso ahora muy valorado; en este sentido, tasarla supondría inducir a que cada individuo la aprecie más. Además, no quiero ser mal pensado, pero imaginen que estuviéramos siendo felices en muchos momentos y ni tan siquiera nos apercibiéramos de ello; un fisco proactivo en esta materia contribuiría a despertar nuestra distraída conciencia y, de paso, nos proporcionaría una mayor satisfacción personal.

Otro argumento de peso es la eficacia del propio impuesto. Se suele tributar por el nivel de ingresos o el valor de las propiedades, por ejemplo, pero conviene no perder de vista que es una manera de estimar la riqueza de cada contribuyente a través de una medición indirecta. Hacer que pague más quién es más feliz, es aplicar el impuesto sobre una variable clara y objetiva de riqueza del contribuyente (la progresividad del impuesto queda fuera del alcance de estas líneas).

Para los que esgriman que esta nueva carga fiscal podría desincentivar el querer ser más feliz, se les puede recordar lo que varios estudios avalan: a una persona feliz le preocupa menos el dinero que a un pobre infeliz, por lo que aceptará de mejor grado contribuir a esta gran causa.

Una vez instaurado este flamante tributo, se podrán tapar algunos agujeros presupuestarios. En un futuro mejor, cuando la crisis amaine, nuestros dirigentes incluso podrán replantearse la utilización de este nuevo recurso para propiciar una distribución más justa de la felicidad, quizá modificando su énfasis en obtener una mejor calidad de vida hacia otro de vivirla con más calidad.

Pero aún queda un escollo por superar para que esta propuesta no se vaya al traste. ¿Cómo hacer que un activo tan intangible pueda medirse de forma apropiada y efectiva? La solución está en la tecnología. Se podrían arbitrar auditorías emocionales periódicas para cada contribuyente, habilitando los instrumentos necesarios para llevar a cabo esta especial tarea.

Un ejemplo: descargar un App de la web de Hacienda e instalarlo en el smartphone de turno, el cuál dispondrá de conexión inalámbrica con diversos artilugios y sensores corporales implantados en el pellejo del contribuyente, para que midan objetivamente sus variables emocionales; posteriormente, la información se subiría a la nube y de allí al centro de datos de Hacienda.

¡Ah! Que no se me olvide. Si este feliz sistema impositivo consigue despegar con éxito y, por lo que sea, alguien no estuviera cómodo con esta nueva realidad, siempre le queda reclamar el derecho a ser desgraciado, tal como se insinúa en la obra Un mundo feliz de Aldous Huxley.

Xavier Alcober. Ingeniero y empresario. Autor de 'El mercader de la felicidad'

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