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El Foco
Tribuna
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La doctrina de los actos propios

El principio jurídico según el cual nadie puede ir contra sus propios actos obliga también a los poderes públicos. El autor reflexiona sobre su grado de cumplimiento en la Administración tributaria.

En nuestro sistema jurídico, el principio según el cual nadie puede ir contra sus propios actos constituye un principio asentado que dimana de lo dispuesto en el artículo 7.1 del Código Civil, conforme al cual todo derecho debe ejercitarse de conformidad con la buena fe.

Aunque pueda resultar incomprensible, en ocasiones se olvida que esta exigencia de actuar de buena fe, manteniendo la coherencia con actuaciones precedentes, no es solo un principio que deba respetarse en las relaciones de Derecho privado, sino que es un mandato que vincula igualmente la actuación de los poderes públicos, los cuales, de hecho, están doblemente obligados a respetar dicha coherencia, por cuanto el artículo 9 de la Constitución prohíbe su actuación arbitraria, obligando a ejercer dicho poder con responsabilidad y respeto a la seguridad jurídica. También en el ámbito del Derecho de la Unión Europea se recoge, como un principio consolidado, la obligación de respetar la confianza legítima de los operadores económicos.

Este mandato vincula a todas las Administraciones, sin que la persecución del fin público que les es atribuido pueda relevarles de tal deber, incluso cuando nos referimos al objetivo de garantizar el correcto cumplimiento de la obligación general de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, el cual da carta de naturaleza a la Administración tributaria.

Lamentablemente, en ocasiones (afortunadamente minoritarias) todavía nos encontramos con ejemplos de situaciones en las que, por ejemplo, la Inspección de los tributos ha ignorado estos principios, obligando al contribuyente a emprender largos y costosos procesos judiciales hasta conseguir que un tribunal reconozca esta vinculación.

Sin ir más lejos, el Tribunal Supremo, en sentencia de 30 de noviembre de 2009, tuvo que recordar que en nuestro ordenamiento nadie -tampoco la Administración- puede ir contra sus propios actos, por lo que una misma operación no puede ser objeto de valoraciones independientes para aplicar dos distintos tributos "cuando las normativas aplicables piden en ambos casos la aplicación de los mismos parámetros de valoración". Recientemente, ha tenido que ser la Audiencia Nacional la que reiteradamente recuerde (entre otras, en sentencias de 3 de mayo y 24 de julio de 2012) que la Inspección no puede, en actuaciones posteriores, rectificar el criterio derivado de actuaciones inspectoras precedentes en las que se realizaron manifestaciones de voluntad concluyentes.

Aunque estos pronunciamientos puedan parecer una buena noticia, es triste que persistan casos (bien es cierto que de carácter aislado) en los que deban ser nuestros tribunales los que obliguen a la Administración a respetar un límite que siempre (y no en la generalidad de los casos) debería presidir su actuación. Ninguna Administración debería actuar, bajo ninguna circunstancia, como un particular movido por intereses propios. La misión de la Administración tributaria no es maximizar la recaudación, sino garantizar que todos paguen lo que deban (ni más ni menos), por lo que, al igual que debe pedirse al contribuyente lealtad en el sostenimiento del gasto público, debe reclamarse de cualquier Administración, y entre ellas de la tributaria, esa misma lealtad en la aplicación del sistema tributario.

De hecho, el grado de exigencia todavía debería ser mayor teniendo en cuenta que contamos con una Administración tributaria moderna, absolutamente informatizada y eficiente, cuyo volumen de información respecto de los contribuyentes, y todavía más cuando nos referimos a empresas, es absolutamente exhaustivo, incluso cuando nos referimos a las actuaciones de gestión tributaria.

Ese mismo nivel de información debe obligar a que la Administración sea consecuente con sus actuaciones inspectoras previas. Incluso cabría plantearse si dicha vinculación no debiera predicarse también con respecto de aquellos actos de gestión que fueron adoptados con pleno conocimiento de todas las circunstancias del solicitante.

No estamos ya en los tiempos en los que el rastro de un acto administrativo podía perderse en la noche de los tiempos de un archivo de papel y en los que la resolución de un procedimiento descansaba únicamente en los datos incorporados a dicho expediente. Todos los actos administrativos están interrelacionados y todos son adoptados a partir de una información exhaustiva de los datos del obligado tributario.

Es más, cuando por ejemplo hablamos de grandes empresas, es muy posible que el nivel de información actual respecto del obligado tributario del que dispone cualquier dependencia de gestión de la AEAT sea casi equivalente al que en el pasado podría obtenerse al final de un procedimiento inspector.

Por ello, cada vez que la AEAT adopta un acto que incide en un aspecto de la actividad económica de una empresa, debe ser consciente de que dicho acto crea derechos y obligaciones, tanto para el contribuyente como para ella misma, y que estos derechos y obligaciones no se agotan en el mero aspecto analizado, ya que pueden, además, incidir en la estructura económica de dicha empresa, por lo que una modificación posterior de los criterios administrativos podría llegar a perjudicar dicha estructura, pudiendo ocasionar lesiones que incluso podrían dar lugar a perjuicios indemnizables.

De hecho, no es ocioso recordar que, por ejemplo, en el ámbito europeo, la protección del principio de confianza legítima, como principio general común al derecho de los Estados miembros, puede ser invocada a la hora de reclamar la responsabilidad extracontractual de la Unión Europea por los daños causados por sus instituciones o agentes.

Más allá de lo anterior, existen motivos más poderosos para reclamar que ninguna actuación de cualquier Administración suponga un perjuicio en el desarrollo de la actividad económica de nuestras empresas.

En efecto, todos los días nos preguntamos cómo conseguir que nuestras empresas sean más eficientes, competitivas e internacionales. Es posible que el objeto de este artículo sea un asunto menor, nada más que un grano de arena, pero no deja de ser parte de un objetivo mucho más ambicioso y necesario: el de garantizar que las empresas españolas puedan confiar en las consecuencias tributarias presentes y futuras de sus estructuras e inversiones, lo cual debiera ser un elemento clave, no ya de nuestro sistema fiscal, sino de toda la política económica en la búsqueda de dicho fin.

Por ello, sería una gran noticia que nunca más tuviésemos que ver una sentencia que obliga a la Administración a ser respetuosa con sus propios actos. Sería señal de que estamos en el buen camino.

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