_
_
_
_
_
Tribuna
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Bosón de Guindos

El viernes, día 5 del mes de octubre, realicé una visita, junto con mi hijo Pablo, al acelerador de iones del CMAM, situado en el campus de la Universidad Autónoma de Madrid. Es curioso observar a la gente que allí trabaja y su pasión y optimismo ante lo desconocido, ante lo que falta por aprender. A nadie se le escapa que hay que ser muy valiente para dedicarse a la ciencia en nuestro país. A la inversión en I+D le pasa lo que al departamento de marketing de cualquier pyme. Todo el mundo habla de lo importante que es su misión y todo el mundo recorta de ahí lo primero.

La ciencia nunca ha sido un área fuerte en nuestro país, aunque haya habido y haya grandes científicos. Es una profesión con poco caché entre los españoles. Está mejor vista la de falso nueve o delantero mentiroso, cantante melódico, abogado, economista, arquitecto o ingeniero.

Tras las paredes de un metro de grosor de hormigón y ante el majestuoso acelerador, es inevitable hablar del descubrimiento, o no, del bosón de Higgs. Esa partícula que explicaría el 96% de la composición del universo. Qué maravilla, para un área del conocimiento, poderse dotar de una partícula así. Una partícula que explique lo inexplicable. Sin embargo, en otra ciencia, la económica, sí se ha encontrado esa panacea, un bosón que todo lo puede y todo lo arregla habita en las políticas económicas de los Gobiernos europeos. Cuando la teoría económica tradicional ofrecía dos soluciones al problema de las crisis cíclicas del sistema económico, la UE propone una sola, una purga de Benito, o ungüento amarillo que todo lo cura.

Recordemos las recetas anteriores. Una, la keynesiana, decía que cuando la economía se contrae, es el Estado el que tiene que sustituir a la iniciativa privada como motor del gasto y la inversión. Esto implica más impuestos y más sector público. La otra, la neoliberal, decía lo contrario. En época de crisis hay que potenciar a la iniciativa privada, bajando impuestos y reduciendo el tamaño del Estado.

Independientemente de que se esté de acuerdo con una u otra teoría, ambas tenían una lógica argumental interna. Una lógica fácil de comprender por todos los ciudadanos. Si entendemos el Estado del bienestar como un conjunto de bienes y servicios que compramos con nuestros impuestos, tiene sentido que si nos dan más Estado del bienestar paguemos más impuestos. Por el contrario, si rebajan esa calidad en el producto Estado del bienestar, encaja que paguemos menos.

Llega el revolucionario bosón, que en España lo es de Guindos; en Francia, de Moscovici; en Alemania de Rosler, etcétera. Su componente principal consiste en el argumento: "Haremos lo mejor para los intereses generales de...". Esta frase, inicialmente atribuida al pensador barroco Perogrullo, es ahora lugar común en palacios y cancillerías europeas. Faltaría más, no van a hacer ustedes lo peor. Se imaginan que sea eso lo que responda el cirujano a la puerta del quirófano. "Doctor, ¿de qué me van a operar?". "De lo que más le convenga a sus intereses generales de usted". Hay que luchar contra el déficit. Está claro. La cuestión está en el cómo.

Armada con tan singular como invencible argumento, esta nueva teoría mezcla subidas de impuestos con rebajas en los servicios básicos del Estado. A la lógica le da igual que la subida de impuestos sea en España a la clase media y en Francia a la clase alta. Sigue siendo ilógico. Algo así como si el panadero sube el precio del pan y a la vez reduce el tamaño de la barra. Sobre el papel, cuadran los números; al panadero, claro. En la realidad, la gente deja de comprar el pan, por lo que el panadero tampoco consigue su objetivo.

Los Estados europeos quieren trabajar con más margen operativo. Eso lo entendemos todos. ¿Quién no? Pero se les olvida un pequeño detalle: sus clientes.

Los clientes del Estado son los ciudadanos. Se puede pensar que son clientes cautivos. Muchas grandes corporaciones han caído en ese error. O que solo protestarán una vez cada cuatro años. Tampoco. Los ciudadanos protestan como protestan todos los clientes del mundo. Dejando de comprar.

¿Cómo deja de comprar un ciudadano? Dejando de creer en sus gestores, dejando de confiar en el sistema en su totalidad, buscando otra compañía (Estado o sistema) que le venda algo mejor. Desde lados opuestos de la calidad de vida, lo mismo es el millonario francés que emigra a Bélgica en busca de menos impuestos que el parado escocés que quiere inventar un nuevo país que le solucionará todos sus problemas. Ambos buscan una mejor relación calidad-precio en sus relaciones con el Estado.

Carlos Rosales es director general de Nostromo

Al otro lado del Atlántico, los Estados Unidos de América, siempre reacios a la innovación, han optado por una de las viejas recetas. Parece que les funciona, qué cosas. Hay que leer más a los clásicos.

Newsletters

Inscríbete para recibir la información económica exclusiva y las noticias financieras más relevantes para ti
¡Apúntate!

Archivado En

_
_