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Tribuna
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Nos hacemos mayores

Adela Cortina nos recuerda en El País lo que decía Ortega, que lo que pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Yo creo que sí lo sabemos, pero sucede que los simples mortales no tenemos ni idea de cómo salir del embrollo; los expertos, que por cierto cobran mucho por arreglar esos asuntos, tampoco. Nadie responde de nada. La llamada cosa (sobre la que simpáticos carteles prohíben hablar en algunos bares andaluces) es tan compleja y, al mismo tiempo, tan extraña y canalla que nos está volviendo estúpidos, de forma tal que nos impide discernir y buscar soluciones para acabar con ella, y ya la aceptamos como un mal endémico, menor o mayor, según nos vaya, al que hay que acostumbrarse. Aunque algunos, como Emile Garcin, empresario francés de las viviendas de lujo que basa su éxito en la empatía ("nos ponemos en el lugar del cliente", dice), ha escrito que "la crisis es el pretexto de la incompetencia", y no le falta razón. Y tampoco cuando proclama que a los políticos y los banqueros sin moral hay que amputarlos de la sociedad. Es la forma, concluye, "de volver a los valores del respeto".

Hablo largamente un año más con José Antonio, respetado empresario andaluz de los que merecen la pena, de los que dicen y hacen, que ha creado cientos de puestos de trabajo y creará muchos más, invirtiendo lo que podía y gastando lo que debía. Sueña con la urgente necesidad (por su propia supervivencia, dice) de que se reinventen, se agrupen y se hagan más eficientes las diferentes organizaciones empresariales y sindicales. No le gusta que le llamen emprendedor y está articulando un movimiento para reemprender la batalla por el hombre mismo y por los valores en las organizaciones; trabaja duro formando e innovando, es decir, preguntándose cada día qué puede hacer para mejorar sus pequeñas y medianas empresas, satisfaciendo a las gentes que en ellas trabajan y, sobre todo, a sus clientes.

Hoy más que nunca, en pleno siglo XXI, la empresa es un proyecto común en el que todos tienen que involucrarse porque la desigualdad no puede instalarse en su seno. La empresa tiene ya un marcado carácter social y una creciente presencia pública de los que, seguramente y a pesar de esta o de otras crisis, ni debe ni va a poder desprenderse. Los auténticos empresarios van a tener que jugar -lo quieran o no- un papel absolutamente central en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social. La nueva realidad empresarial, teñida de competitividad, se caracteriza por una presión creciente que va mucho más allá de lo puramente económico. Las empresas -y, sobre todo, las empresas líderes- tienen que ser capaces, como dice José Antonio, de institucionalizar procesos de aprendizaje colectivo para conseguir que el talento no se ahogue frente a la burocracia.

Y, además, para ser capaces de vivir una cultura de empresa que permita la gestión lucida del talento y en la que el actuar con decencia no sea algo extraordinario. Claro que, como dice mi amigo, esto nos llevará tiempo. Hemos estado durante demasiados años jugando impunemente con actuaciones irresponsables y sometidos a criterios puramente economicistas donde solo se sacralizaba el beneficio, y así nos ha ido. Hemos sido demasiado orgullosos y volver al punto de partida cuesta mucho trabajo porque es un ejercicio de humildad al que no todos están dispuestos.

Al llegar septiembre nos encontramos con la subida del IVA y todo lo que arrastra; el aumento de la inflación, nuevas elecciones autonómicas (y, claro, más discursos políticos de que todo irá mejor si me votas a mí), rescates por doquier y palmetazos de Bruselas/Berlín y la señora Merkel un día sí y otro también. Y los políticos, a verlas venir. Tengo la impresión de que, hagamos lo que hagamos, nos hemos resignado a que las cosas se arreglarán cuando tengan que arreglarse, y no antes. Parece claro que los gobernantes no están dando la talla, ni seguramente en un plazo razonable podrán llevarnos otra vez por los caminos de la abundancia y el progreso.

Según Metroscopia, miren ustedes por dónde, los ciudadanos españoles tienen confianza o aprueban el modo en que funcionan, por ejemplo, los médicos, la enseñanza pública y, lo que son las cosas, las pequeñas y medianas empresas, como las que dirige mi amigo José Antonio. Por contra, las instituciones que merecen el juicio más negativo son, y por ese orden, la clase política, la justicia, las grandes empresas, los sindicatos, la Iglesia y los bancos. Ahí queda eso. A lo mejor, vaya usted a saber, es que tal y como lo están haciendo esas instituciones ya no le sirven a los ciudadanos, o se han contagiado unas a otras o, como ha escrito Caballero Bonald (Entreguerras o de la naturaleza de las cosas, 2012), "... me he hecho viejo ay de mí y en derredor también han ido erosionándose".

Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado

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