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Ahora que el burro había aprendido a no comer, se me muere

Nuestro presidente gusta de explicar la economía apoyado en acartonadas fábulas infantiles sobre las virtudes del ahorro. De hecho, el ahorro es prácticamente la única política reconocible del Gobierno, entendiendo política como un conjunto de decisiones coherentes y enfocadas a un objetivo a lo largo del tiempo.

Todos conocemos cómo funciona. Se aplica el tijeretazo sobre algún aspecto del gasto público y, a continuación, se afirma que "no se puede gastar más de lo que se tiene". Y ya está. Las consecuencias de las decisiones son irrelevantes. Da lo mismo dónde recortar, cómo y cuándo, porque recortar es bueno per se. Siempre. Pase lo que pase. Si luego el paro se dispara, es una fatalidad. No hay relación causa efecto.

Es por seguir la corriente por lo que he tirado del refranero. Ese labriego entusiasmado porque ha descubierto que su burro no necesita comer, ¡y sigue trabajando! Al poco tiempo muere. Justo cuando le había acostumbrado a no comer. Qué mala suerte. Como se publican datos como el del PIB de ayer. Qué mal está todo. Menudo otoño nos espera. Qué fatalidad. Cada vez más parados. El consumo familiar, hundido.

Como explicaba ayer José Carlos Díez, el nivel de consumo depende de la renta efectiva y de las expectativas de renta futura. De laminar la renta efectiva se encargan las subidas de impuestos, el alza del los carburantes y la pérdida de puestos de trabajo. De las expectativas de la renta permanente se encargan al alimón la propia situación económica ("tengo trabajo, que no es poco") y nuestros gobernantes, al convertir cada Boletín Oficial del Estado en ruleta rusa, pues nunca sabemos quién será el siguiente en sufrir los recortes.

Claro que, siguiendo la doctrina de la austeridad, estas cifras deberían ser motivo de alborozo. Porque gastar es peor que ahorrar. Y si se gasta poco, mejor que mejor. Dispongámonos a celebrar más y más trimestres de recesión. Celebremos el hundimiento del empleo y busquemos formas de asustar todavía más a los españoles que gastan. Porque se trata de no dar de comer al burro, ¿verdad? 

No quiere decir esta ironía que sea sostenible mantener un déficit de más del 8% a lo largo de los años. Muchos de los ingresos públicos que mantuvieron saneadas las cuentas españolas venían del ladrillo, es decir, es dinero que no volverá. Y hay que adecuar el gasto a esa situación estructural. Pero buscar el equilibrio presupuestario en la peor coyuntura económica en décadas es contraproducente: solo genera más paro y más desconfianza. 

Por otro lado, tanto las fórmulas elegidas para recortar como los tiempos aplicados solo agravan la situación. Al anunciar una cosa y hacer la contraria; al subir impuestos que se dijo no iban a subir, al aplicar recortes brutales sobre sanidad y educación, se retrae todavía más el consumo y la inversión de familias y empresas. Porque no sabemos qué vendrá después.

El Gobierno no ha tenido problema en machacar el gasto en I+D, pero todos los tramos de renta se siguen deduciendo por la inversión en vivienda. Aunque la vivienda en cuestión esté valorada en dos millones de euros y el contribuyente arrastre la deducción desde hace más de 15 años. También sigue vigente la deducción por planes de pensiones, por más que en la situación actual solo las rentas más altas tienen la capacidad financiera como para permitirse inmovilizar parte de sus ahorros.

En fin, seguramente sigamos oyendo hablar de coches oficiales, subvenciones a sindicatos o embajadas autonómicas, mientras se contraen deudas de 60.000 millones para salvar bancos posiblemente inviables (¿qué empresa no sería viable con 60.000 millones de euros?). Unas deudas para cuyo pago habrá que castigar a parados, personas con dependencia, inmigrantes sin papeles o, probablemente después de las elecciones de otoño, pensionistas. 

Música contra la crisis. Morrisey, Suedehead

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