Ricino destilado y fe ciega a partes casi iguales
Demasiada gente espera demasiadas cosas de los Presupuestos del Estado, dando por bueno, cuando es malo, que la economía depende demasiado de las cuentas públicas. Los agentes económicos están crecientemente malacostumbrados al magnetismo que sobre ellos y su negocio ejercen los Presupuestos por el abultado capítulo de gastos fiscales, por vez primera reducidos en 2012, pero aún anclados en nada menos que 38.000 millones de euros. Aferrarse a un programa de subvenciones o a una deducción se ha convertido en la forma de cebar una partida nada despreciable de las cuentas de resultados de muchas empresas, y de la liquidación de impuestos de muchos particulares. El Presupuesto se convierte así, año tras año y de forma creciente, en una apacible forma de vida para muchas microeconomías. Pero la economía en general funcionará mejor el día que se preocupe menos de cuánto le da el presupuesto público (gastos) que de cuánto le quita (impuestos). Y en ese aspecto los números que ha cuadrado el equipo de Cristóbal Montoro van por el camino recto, tienen el sello inequívoco de la ortodoxia liberal, aunque lo sea en este caso a partes iguales tanto por obligación como por convicción.
El escenario económico y financiero, y también el político, condiciona el presupuesto. Por mucha intención expansiva que tenga el Gobierno, tendencia natural de los políticos en este país (gobernar es gastar o malgastar), el de Rajoy tiene el imperativo categórico de reducir el tamaño del presupuesto público por mucho que crezca el gasto en sus componentes cíclicos. La presión de los financiadores y acreedores a un Estado que lleva su deuda agregada del 35% del PIB al 80% en solo cinco años es muy fuerte, y basta ver la resistencia de la prima de riesgo a bajar para comprobarlo. Esa vara de medir la confianza externa en la economía española y sus cuentas públicas que es el riesgo país estuvo durmiente mientras la economía crecía y crecía y el empleo se multiplicaba. Pero ahora está viva, atemorizada por el vértigo de una deuda pública que crece a una velocidad de 9.000 millones de euros al mes, y se desenvuelve en unos niveles que hacen muy costosa la financiación pública e inhiben la privada, tanto por desconfianza como por el sempiterno efecto crowding out (la financiación del déficit público absorbe los recursos y seca la financiación privada).
Sea por convicción o por obligación, las cuentas del Estado de 2012 reducen su peso en la economía de forma muy significativa, y lo hacen poniendo a dieta todos los capítulos de gasto que no dependen de los sagrados derechos subjetivos de la población (pensiones, seguro de paro, etc.), o del propio deseo de los interventores, como es la creciente factura financiera. La tentación natural de un Gobierno para equilibrar las cuentas es siempre una severa subida de impuestos para no trasladar sufrimiento a quienes viven del presupuesto público. El Ejecutivo ha optado por ambas cosas, pero con doble ración de recorte de gasto que de subida de impuestos, para erosionar el componente estructural del déficit (la asignatura pendiente de la política presupuestaria en España porque en los últimos 18 años se han hecho envueltos en la euforia del crecimiento económico). Dos partes de dieta y una de impuestos.
Dos de cada tres euros del ajuste fiscal (llegar de un déficit del 8,51% entregado por Elena Salgado al 5,3% obligado por Bruselas) se proyectan con reducción de los gastos, con mordidas muy serias en inversión, educación, formación profesional, subvenciones a sindicatos, patronales o partidas, ayuda al desarrollo o investigación e innovación. Y el otro euro de cada tres lo proporcionarán las subidas de impuestos, generosamente distribuidos entre IRPF, con alzas en rentas del capital, Sociedades y la amnistía fiscal anunciada el Viernes de Dolores.
Ricino y fe ciega a partes casi iguales, en definitiva. Los efectos de la purga del gasto en las cuentas son matemática pura, aunque su elasticidad sobre la economía y el resto de los ingresos se desconocen. Tan pura es su matemática que el ministro de Hacienda asegura que si en algún momento flaquean las cuentas del Estado y se pone en riesgo la consecución sagrada del déficit fijado, "no nos temblará el pulso para tomar cuantas medidas sean precisas; no lo olviden: nuestra primera providencia es el objetivo de déficit, la segunda, el objetivo de déficit, y la tercera, el objetivo de déficit". Ricino, ricino y más ricino si los gastos tienden a engordar o los ingresos a flaquear.
Y esa, como en años anteriores para gobiernos anteriores, es la principal dificultad para lograr el objetivo fiscal. En un ejercicio para esquivar los daños al crecimiento económico, Hacienda ha optado por limitar las subidas de impuestos, y ha elegido bien cuáles y en qué cuantías subía. Pero este ejercicio de cirugía fiscal tiene el riesgo cierto de no producir con exactitud los efectos buscados en términos de recaudación. Y ahí es donde los gestores de las cuentas públicas depositan toda la fe para que no haya desviaciones.
Hacer un presupuesto con un escenario de crecimiento es fácil; es hasta tentador quedarse corto en los recursos. Pero en uno recesivo, tan marcadamente recesivo como el actual, es una temeridad estimar una evolución alcista de los ingresos sin poner velas a dios y hasta al diablo. ¿Por qué va a proporcionar el IRPF más ingresos por su subida si se reducen en 630.000 personas los contribuyentes y la actividad se contrae un 1,7%? ¿Por qué las empresas van a proporcionar 5.350 millones de euros más en Sociedades si su beneficio se contrae? ¿Qué fe ciega da crédito a que miles de defraudadores que lo son para esquivar el 35% o 40% de tipo efectivo sobre sus capitales los van a regularizar abonando alegremente el 10%, y entregando en bandeja de plata 3.250 millones al cajero mayor del reino? Por si fuera poco, Hacienda fía a una campaña de lucha contra el fraude que anunciará en breve unas cuantas virutas más que puede arrancar la garlopa de la inspección, aunque no están cuantificadas en el presupuesto de ingresos.
Y hay que tener la fe de un sufrido costalero sevillano en estas atribuladas jornadas para confiar en que una alianza entre quienes han rechazado el objetivo de déficit regional en el Consejo de Política Fiscal (la Junta de Andalucía) y los comunistas andaluces ayudará a Montoro a cuadrar la última décima de gasto. Mucha fe.