Hoy por ti, mañana también
Mis amigos Javier y José María trabajan en la misma oficina, mesa con mesa, juntos pero no revueltos, y no porque uno sea madridista y otro culé, que podría ser, sino porque son personas sensatas y formadas, que conocen su oficio y saben muy bien lo que cada uno tiene que hacer, y porque, además de conocimientos y mano izquierda, atesoran y practican el olvidado espíritu de servicio, algo que solo se echa de menos cuando falta, infortunadamente cada vez más.
Si hay transparencia en las relaciones comerciales, los clientes inteligentes y razonables saben que no siempre tienen razón, y por ello muchos acuden a mis amigos no solo para resolver asuntos, sino para pedir consejo, o para contarles sus problemas, o hacerles partícipes de buenas/malas nuevas.
Javier y José María, de verdad, son para descubrirse: asesores, gestores y, al mismo tiempo (y por el mismo precio, es decir, gratis), consultores espirituales. Viven en una ciudad media de Andalucía y, como son cabales, tienen trabajo, salud y estabilidad familiar, se consideran unos privilegiados. Lo son porque tienen las cosas claras y, probablemente, porque no tienen un jefe a su lado, al que por otra parte tampoco precisan.
Cuando Paul Valery escribía que un jefe es un hombre (hoy diríamos una persona) que tiene necesidad de otros hombres (de otras personas), probablemente se estaba refiriendo a esta humana condición que nos arrastra y nos comprime haciéndonos depender a uno de otros y a otros de uno. Y, seguramente, sobre estas pasiones, pulsiones o exigencias no podemos avanzar ninguna explicación porque son consustanciales a la condición humana y están imbricadas hasta el tuétano en nuestra propia naturaleza.
Por eso hay tantos jefes: porque a todo el mundo le gusta mandar a alguien y, además, tener su parcela de responsabilidad/irresponsabilidad y, en todo caso, de orgullosa autoafirmación. La verdad es que muchos seres humanos -además de por las apariencias- luchan denodadamente toda su vida por el poder y sus consecuencias.
La vida es algo maravilloso y horrible al mismo tiempo, como señala el sociólogo Edgar Morin, que esta convencido de que "en un mundo extraordinariamente tecnificado y global, estamos dando respuestas a preguntas que ya no existen..."
En estos tiempos a los hombres y a las mujeres nos sigue enamorando el poder y todo lo que de el se deriva: su pompa y su circunstancia, sobre todo si hablamos de cargos públicos, que se han multiplicado por doquier sin razón alguna. Los políticos se aferran como lapas al cargo y, aunque dicen que es una carga, lo patrimonializan y hacen dogmas de fe de sus incumplidas promesas.
Pero tampoco las empresas privadas están libres de culpa. En este cambio de época hay un fondo de trascendencia histórica y, lo quieran o no, las empresas y las instituciones van a tener que jugar un papel mucho más central en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social. Y no solo las organizaciones en abstracto: los jefes y jefas, los responsables de otras personas también van a tener un rol mucho más importante de lo que hasta ahora han representado. En el futuro, el reto de los dirigentes serán la transparencia y el compromiso, porque respecto de los mortales de a pie algún plus de responsabilidad les cabe a los que tienen el poder, grande o pequeño, en sus manos.
De jefecillos esta el mundo lleno, aunque muchos de ellos desconocen que pertenecen a esa categoría: la de los pobres hombres a los que les gustaría ser jefes destacados o grandes jefes, pero que por su propia estulticia e incapacidad nunca llegan a serlo. Como no se percatan, o se dan cuenta tarde de esta circunstancia, el jefecillo (una mezcla de presuntuoso, mala persona y pelota redomado sin talento) se dedica a hacer la vida imposible a las personas que de el o de ella dependen, y a las que tendría que dirigir, motivar, formar e involucrar en los proyectos que se le hayan encomendado.
El jefecillo es normalmente un incapaz molesto que no tiene aptitudes para nada, o casi. Pero como es un adulador nato -y los humanos somos así- sigue ocupando posición y lugar en todas las organizaciones, y la cosa parece que no tiene remedio. Los jefecillos son una categoría que se reproduce por contagio, porque para muchas personas siempre será necesario que alguien les dore la píldora, aun a costa de que sea desleal, fullero, poco trabajador y tira levitas, o chupa medias, como dicen en Argentina.
Por eso, cuando quiero reflexionar sobre personas y empresas, paro mientes en Javier y en José María, compañeros y amigos, ejemplo de una forma original de hacer, que trabajan solidariamente y sin jefe como los mosqueteros (uno para otro, y viceversa), y sin saberlo siguiendo la senda que nos marca una reciente y hermosa canción de Serrat y Sabina: "Si caminas, yo te sigo. Si te cansas, hago un nido en el arcén. Hoy por ti, mañana también."
Juan José Almagro. Doctor en Ciencias del Trabajo. Abogado