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Tribuna
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Una odiosa deuda

La teoría de la deuda odiosa renace en una Europa que busca desesperadamente una solución a la deuda de sus países periféricos. Los ciudadanos griegos, irlandeses, portugueses, españoles e italianos (quizás Bélgica, Austria, y fuera de la zona euro preocupa la situación de Hungría) nos enfrentamos a un nuevo reto: asimilar cuál será la nueva Europa que surgirá tras constantes planes de ajuste fiscal, que reducen el peso del Estado del bienestar y dará lugar a una UE de dos velocidades. La Europa de hoy poco tiene que ver con la de 1927, en la que Alexander Sack, profesor de Derecho de la Universidad de París, redefinió el concepto de la deuda odiosa. En aquella Europa las colonias se convertían en nuevos Estados independientes o cambiaban de manos, nacían nuevas fronteras tras la I Guerra Mundial y los ideales comunistas, socialistas y fascistas ganaban peso y adeptos. Por ello, Sack consideró necesario definir en qué casos la deuda podía ser considerada odiosa.

Es decir, en qué circunstancias un pueblo no es responsable de la deuda que hayan contraído sus gobernantes. Tres eran las circunstancias que debían darse para que una deuda fuera considerada odiosa: en primer lugar, que la deuda la contraiga el Estado sin ponerlo en conocimiento de los ciudadanos; en segundo lugar, que los fondos captados se destinen a fines que van en contra de los intereses de la población del país, y, en tercero y último lugar, que todo ello se produzca con el conocimiento y consentimiento del acreedor que prefiere mirar hacia otro lado.

A lo largo de la historia, muchos han sido los casos en los que los Gobiernos han recurrido a la teoría de la deuda odiosa para liberar a su población del riesgo moral de hacer frente a las deudas contraídas por sus antecesores. No solo lo utilizó EE UU en 1898 para liberar a Filipinas y a Cuba de las deudas contraídas por el Gobierno español, sino que recientemente se han dado varios casos durante la primera década del siglo XXI. El primero, en 2003, cuando la Administración Bush consideró que el 90% de la deuda contraída por el régimen de Sadam Hussein debía ser considerada deuda odiosa. El resultado fue que los países acreedores de Irak acordaron en el Club de París una quita del 80% de la deuda. Tras esta quita de deuda, la teoría de la deuda odiosa cayó en el olvido, en un intento de evitar que se produjera un efecto imitación entre la mayoría de los países en desarrollo, caracterizados la mayoría de ellos por la falta de estabilidad política y la corrupción. Con la llegada de Correa al Gobierno de Ecuador en 2006 se produce el segundo caso más reciente de aplicación de la teoría de la deuda odiosa. Correa, tras realizar una auditoría externa de la deuda ecuatoriana, consideró que la mayor parte de la deuda era ilegítima e inmoral ya que lastraba el desarrollo económico del país. Por ello, en diciembre de 2008 decidió cancelar el pago de 3.200 millones de dólares y, posteriormente, procedió a su reestructuración alargando el plazo de vencimiento de 2012 a 2030 y reduciendo el principal a pagar.

Parece pues que la pregunta que nos deberíamos plantear hoy ante una posible recesión en la zona euro, la desaceleración del crecimiento en los países emergentes y los interrogantes sobre la situación geopolítica de Oriente Próximo es si sería posible aplicar la teoría de la deuda odiosa en la UE. A priori, podría parecer una posible solución si con ello no se pusiera en riesgo la credibilidad de la UE y la estabilidad del euro. Es por ello que la teoría de la deuda odiosa está lejos de ser aplicada por la UE. Sin embargo, la falta de determinación de la clase política europea en buscar una solución definitiva está convirtiendo la deuda en odiosa. Son cada vez más los europeos que se plantean por qué han de ser ellos lo que paguen con recortes sociales y subidas de impuestos la incapacidad de las autoridades europeas para buscar soluciones y mostrar con transparencia la realidad económica europea, dejando a un lado el calendario electoral.

Ha llegado el tiempo de asumir responsabilidades por el despilfarro de épocas anteriores, de modificar el papel del BCE, de asumir parte de las pérdidas por parte de los inversores y de los países no periféricos, de realizar reformas estructurales que nos permitan ganar en competitividad e impulsar el crecimiento necesario para recuperar la economía real y de dar un paso adelante en la integración europea, homogeneizando la política fiscal y el sistema financiero y dejando de lado intereses partidistas y nacionalistas.

La solución de Europa no pasa solo por que los países periféricos realicen severos ajustes fiscales que les lleven a una devaluación interna y les permitan recuperar la competitividad, sino que debe de ir acompañada de políticas que estimulen la demanda en países como Alemania, Finlandia y Holanda (que no están en el punto de mira). De lo contrario, nos enfrentamos no solo a la pérdida del Estado del bienestar, sino a una década perdida donde los europeos sentiremos el peso de una odiosa deuda.

Alicia Coronil Jonsson. Profesora de Economía de ESIC Business & Marketing School

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