Frivolidades aeronáuticas que tienen un precio
No es la primera vez que vemos imágenes desoladoras de viajeros condenados a quedarse en tierra. Las quiebras de Air Madrid y de Air Comet (se podrían citar otras 15 menos ruidosas) dejaron sobrados ejemplos. Entre las lamentaciones que han retratado los noticiarios resulta reveladora la denuncia de una mujer que había comprado su billete el viernes 27 de enero, pocas horas antes de que se decidiera el cese de actividad de la aerolínea. "Ya sabían lo que iba a pasar y nadie me advirtió...".
El pasajero es la víctima central de este y de tantos desafueros que se vienen cometiendo y consintiendo en el degradado panorama aéreo español. Retrasos, huelgas, cancelaciones y ceses fulminantes de actividad son más que habituales.
El fin de la aerolínea catalana estaba cantado en el sector. Así lo advirtió el presidente de Iberia, Antonio Vázquez: "Spanair no tiene futuro y todo el mundo lo sabe". La desgracia es que quien no lo sabía, ni tenía porque saberlo, es la señora que se lamentaba ante las cámaras de televisión. Igual que no lo sabían, porque nadie les advirtió, los 100.000 (¿o tal vez son 150.000?) pasajeros que ahora tienen en su bolsillo un billete de Spanair con fecha de mañana o para dentro de varias semanas.
La ministra de Fomento tuvo reflejos y advirtió el sábado que hará valer los derechos de los damnificados. Y su secretario de Estado de Planificación e Infraestructuras, Rafael Catalá, insistió el domingo en que la compañía debe asegurar una adecuada información y atención al consumidor, la gestión de un transporte alternativo, el reembolso del billete y la indemnización, según el Reglamento 261/2004 de Derechos de los Pasajeros. Unos puntos que se recuerdan mientras la Agencia de Seguridad Aérea ha incoado un procedimiento sancionador contra la aerolínea por la vulneración de los derechos de los pasajeros y por no asegurar la continuidad en la prestación de los servicios.
Ana Pastor debe saber que, en su caso, tal declaración no es una promesa sino una obligación. De su departamento depende Aviación Civil y la citada Agencia Española de Seguridad Aérea, que son los garantes del cumplimiento de la legalidad aeronáutica. Ahora han actuar con mayor diligencia que la mostrada en sus obligaciones de supervisión durante el largo periodo de agonía de Spanair.
El presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, ha intentado esquivar el golpe recordando que la entrada de las instituciones catalanas en Spanair fue decisión de sus predecesores. Una evidencia que no le exime de sus deberes ante los pasajeros, ni hace decaer los derechos laborales de los miles de trabajadores que durante los tres últimos años han aceptado reducciones de plantilla, aumentos de jornada y recortes de salario, en aras del sueño de crear una aerolínea de bandera catalana.
Porque, al margen de la responsabilidad cierta de los dueños originarios, Gonzalo Pascual y Gerardo Díaz, y de la actuación incomprensible de la escandinava SAS, el gran absurdo lo ha protagonizado la Generalitat. Un Gobierno, el de Montilla, obcecado en el siglo XXI en crear una aerolínea con ADN cuando hace medio siglo que en la aviación comercial quedó demostrado que no caben este tipo de frivolidades. Sólo la guerra contra los costes y las alianzas con visión global sirven para dar viabilidad a los proyectos.