'Banco malo': ¿por qué no?
En un reciente libro sobre la crisis financiera y sus causas (The financial crisis: who is to blame?), Howard Davies -expresidente de la FSA británica y, hasta fecha reciente, director de la London School of Economics- hace un recorrido por múltiples cuestiones técnicas, y no tan técnicas, relacionadas con la crisis financiera, poniendo de manifiesto que casi nada de lo que al respecto se ha dicho o escrito está exento de polémica. Los mecanismos de solución de la crisis, o paliativos de la misma, también participan de esta naturaleza: son susceptibles de debate y no todo el mundo está de acuerdo sobre la conveniencia de los mismos. Dentro de estos mecanismos está el llamado banco malo (expresión que ha hecho fortuna, supongo que por calco del inglés, pese a que si algo no suelen ser los bancos malos es bancos).
Aunque esto también es discutible, supongo que estaremos de acuerdo en que una mala solución, o un mal paliativo, puede ser mejor que ninguna solución y también en que, en ocasiones, el repertorio de soluciones utilizables dados unos objetivos puede ser reducido. Incluso puede ser una lista de un solo elemento. Aquí y ahora, el banco malo parece erigirse, si no en la única solución posible, sí como la única sobre la que se discute, lo que puede ser un síntoma de que es la que queda en el arsenal y, ciertamente, parece la única vía para lograr una reactivación relativamente rápida del crédito, sin duda el más prioritario de los objetivos intermedios en una búsqueda no ya de una salida a la crisis, sino de una estabilización de la economía española. Caben, ya digo, muy razonables dudas sobre la eficacia de la medida; pero eso es algo que puede calificarse de positivo por contraste con la inacción o la pura prolongación de lo hecho hasta ahora: estas conllevan la más sombría de las certezas.
La idea es susceptible de refinamientos pero sus bases son sencillas: el Estado, a través de las estructuras que se determinen, adquiriría aquellos activos tóxicos de los bancos cuya acumulación impide el normal funcionamiento de estos y daña gravemente la confianza de financiadores e inversores. Como digo, la concreción práctica admite variantes técnicas, y será compleja, pero cualquier solución debe atender a tres cuestiones fundamentales.
La primera y principal es, lógicamente, la financiera. Los activos dañados, además de ser ilíquidos, están, se sospecha, contabilizados por encima de su valor real (lo que quiera que eso signifique). Por tanto, su cesión podría poner de manifiesto una minusvalía adicional a las ya importantísimas provisiones acumuladas por la banca. Si el Estado compra al valor real puede verse en trance de tener que apoyar a las entidades que no puedan, por sí mismas, soportar el impacto. También puede comprar a un valor más próximo al contable pero, en ese caso, importará la minusvalía a sus propias cuentas. Por una vía u otra, parece evidente que estamos hablando de nuevos recursos públicos, que deberán ser obtenidos en los mercados o detraídos de otras atenciones, lo que no resulta fácil dada nuestra incómoda situación fiscal.
La segunda cuestión son los efectos de la medida sobre la competencia y, en general, el principio de responsabilidad. Es perfectamente comprensible que los bancos que, mal que bien, pueden ocuparse de sus propios asuntos muestren su desagrado ante la perspectiva de que, otra vez, sus competidores puedan recibir un empujón del contribuyente para continuar en la carrera. Me atrevería a decir que, casi por hipótesis, es imposible plantear un rescate bancario a escala amplia que sea neutral desde este punto de vista, pero sí es posible diseñar mecanismos más o menos lesivos para las leyes del mercado y, sobre todo, para el interés público.
Por fin, una tercera cuestión tiene que ver con el tremendo problema de gestión del resultado. Aparte de consumir recursos financieros, los activos tóxicos requieren gestión. Y esa gestión habrá de ser asumida por su nuevo propietario, lo que supone un reto técnico importante, que requerirá un despliegue de infraestructura. El desafío, por supuesto, será conseguir que los costes totales sean inferiores a los que se derivarían de una gestión por las entidades mismas.
Si se encuentra un mecanismo que atienda razonablemente a estas tres cuestiones, ¿son los inconvenientes teóricos una razón para no implantarlo? Solo, creo, si se dispone de una alternativa -articulada teóricamente y con un diseño que permita su puesta en funcionamiento- de la que quepa esperar un mejor resultado. Y nadie ha dicho cuál es esa alternativa, todavía.
Fernando Mínguez. Socio de Cuatrecasas