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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reformas para combatir los males estructurales

Cuando Ian McLeod, ministro británico de Finanzas, acuñó a mediados de los sesenta la palabra estanflación -de la suma de stagnation (estancamiento) e inflation (inflación)- definió el término como "lo peor de dos mundos". McLeod dijo entonces que aquella situación constituía una novedad histórica, en alusión a que antes de aquella fecha los economistas consideraban el estancamiento y la inflación como dos grandes males económicos a combatir, pero afortunadamente incompatibles entre sí. Una vez que se vio desmentido ese error, la estanflación ha pasado a ocupar un lugar destacado y justamente temido entre los riesgos que amenazan la economía de un país. Precisamente por ello, resultan preocupantes los últimos datos de inflación publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), que revelan la subida interanual de los precios del 3% en el mes de octubre, una décima por debajo de la registrada en septiembre, pero una variación mensual incrementada en una décima, hasta el 0,8%.

La combinación de esa evolución de los precios con el escenario de estancamiento en que está inmersa la economía española pone en el horizonte la posibilidad de entrar en un periodo de estanflación. Un riesgo que, en el caso de España, se ve agravado por dos factores añadidos: el hecho de que su ritmo de crecimiento está por debajo de la media europea y la circunstancia de que la economía española tiene tendencia a mantener una inflación por encima de la del resto de los países de la UE. En ese sentido, y más allá de los previsibles efectos coyunturales que tienen las crisis sobre las variables macroeconómicas, España arrastra consigo un serio e insostenible problema de inflación estructural, que se ve acentuado durante los ciclos económicos adversos, pero cuya presencia se mantiene, en mayor o menor medida, de forma constante en el tiempo.

El dato de la inflación de octubre se debe en buena medida a la subida de los precios en las bebidas alcohólicas y el tabaco y en el vestido y el calzado, una vez finalizadas las rebajas. El hecho anómalo de que ese repunte se produzca pese al descenso de la demanda privada parece apuntar a una estrategia de recomposición de los precios en un intento de compensar la imparable caída del consumo. Pese a esa circunstancia, la presión al alza de los precios en España se explica también por otros factores añadidos y no coyunturales. Uno de ellos es el mantenimiento de restricciones a la competencia en determinados servicios, como es el caso de la energía, el transporte y las comunicaciones, así como en la prestación de ciertas actividades profesionales. A todo ello hay que añadir el efecto que sobre los precios ejerce una dependencia del petróleo que se ha cronificado hasta el punto de que difícilmente puede seguir considerándose un problema coyuntural. Como tampoco es razonable continuar considerando males transitorios otros lastres de la economía española, como un déficit público y unas tasas de desempleo cuya magnitud y evolución no pueden explicarse únicamente por razones puntuales.

La medicina frente a esa inflación crónica y, por ende, frente al riesgo actual de estanflación pasa por la obligación de acometer reformas de modo urgente y sin titubeos. Una necesidad exigida también por la fortísima presión, a niveles prácticamente insoportables, que los mercados financieros están ejerciendo sobre las economías europeas y que se saldan casi a diario con máximos en las primas de riesgo de España, Francia, Italia, Bélgica, Austria y Grecia. Si en el caso de Atenas y Roma, a ese despiadado acoso sobre la deuda se suma la incertidumbre ante la formación de nuevos Gobiernos y su previsible falta de apoyo a la hora de implementar los recortes pendientes, en España la cercanía del horizonte electoral abre una nueva etapa que debe aprovecharse para poner en marcha las políticas de choque que la economía española necesita. Unas políticas que no resultarán populares ni fáciles de explicar por lo que implican de sacrificio y de austeridad, pero que no queda otra opción que aplicar. La otra alternativa implica, entre otros riesgos, hacer frente a lo peor de dos mundos.

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