Una bomba demográfica inversa
La angustia que nos provocan los vaivenes cotidianos de nuestra crisis financiera, europea y laboral nos impide calibrar la importancia de algunas de las noticias que vamos conociendo con cuentagotas y que tendrán una determinante importancia para el futuro. Hace unas semanas conocimos el interesante informe del INE Estimaciones de la población actual. Su contenido es una auténtica bomba que ha pasado casi inadvertida y que vuelve a abrir las puertas a la posibilidad de pérdida de población de nuestro país. Y pérdida de población significa menos consumo y capacidad de producción con la consiguiente reducción de actividad, empleo y potencial de riqueza.
El informe nos muestra cómo, por vez primera en muchos años, salen más inmigrantes que los que entran, con lo que su número total disminuye. En efecto, durante los nueve primeros meses de 2011 entraron 317.491 extranjeros y salieron 356.692, lo que arroja un saldo negativo de 39.201 foráneos. Y dado que la tendencia se acelera, es posible que finalicemos el año con una disminución de más de 60.000 inmigrantes. Lejos quedan ya los años en los que la población de extranjeros crecían a ritmo de 500.000 al año. Lo normal es que todavía durante el año que viene se mantenga ese saldo negativo.
Los inmigrantes no venían para quedarse, ni mucho menos aún para invadir nuestra civilización y destruir nuestra cultura y valores, como tantas veces tuvimos que escuchar. Venían para trabajar y ganar un dinero que enviar a sus familias o para labrarse un porvenir próspero. Cuando el trabajo escasea y el dinero se agota, vuelven a sus países de origen o emigran a otras zonas de mayor actividad económica. Que los inmigrantes se marchen es una mala noticia en una doble dimensión. Como síntoma evidente del deterioro de nuestro mercado de trabajo y como causa cierta de disminución del consumo y la actividad, como vimos con anterioridad.
La realidad se ha invertido. Antes, la fuerte inmigración se producía a causa de la gran actividad económica, a la cual también cebaba con su capacidad de producción y de consumo. Es decir, que la inmigración era efecto y también causa de crecimiento económico, mientras que la pérdida de inmigrantes es también efecto y causa de nuestra extrema debilidad económica. En muchas ocasiones repetimos que fuimos durante muchos años un país de emigración. Pues bien, regresamos a esa compleja situación. Volvemos a experimentar saldo migratorio negativo, esto es, que salen más españoles que regresan. En efecto, durante los nueve primeros meses de 2011 salieron 50.521 españoles, mientras que regresaron 34.096, lo que arroja un pérdida de población de 16.425 personas. No se trata todavía de una cuantía significativa, pero es destacable la aceleración mensual del proceso.
Si unimos estos dos fenómenos con el nuevo descenso de la natalidad, comprendemos una de las preocupantes conclusiones del mencionado informe de las Estimaciones de la población actual del INE, que estima que España puede perder más de medio millón de habitantes en esta próxima década de continuar los parámetros observados durante este último año. Si esta hipótesis se cumpliera, el efecto en nuestra economía sería demoledor, tanto por el envejecimiento acelerado de la sociedad como por las dificultades añadidas para la recuperación económica. Los países jóvenes con alta natalidad sufren lo que se conoce como bomba demográfica. Nosotros corremos un riesgo mucho mayor, el de la bomba demográfica inversa. Perder población es sinónimo de empobrecimiento. ¿Qué podemos hacer para evitarlo?
Lo primero, conseguir detener nuestra sangría económica y retornar a la senda del crecimiento económico. A los responsables europeos y al nuevo Gobierno -probablemente del PP- corresponderá esa tarea hercúlea. Pero, además de ello, hacen falta políticas de familia, de conciliación de vida familiar y laboral y apoyo de guarderías. Otros tres frentes importantes serán los de una adecuada normativa de inmigración, el intentar retener el talento que hoy sueña con marcharse a otros lugares más atractivos, y el de hacernos atractivos para que profesionales europeos fijen su segunda residencia en nuestro país, lo que supondría una activación de nuestro paupérrimo mercado inmobiliario, un impulso económico y más población para consumo y atención. Todo menos resignarnos a perder población. De alguna forma, una nación que pierde población es una nación que agoniza. Debemos evitarlo a toda costa.
Manuel Pimentel